Fui a Ekali dos días después de llegar a Grecia para las
vacaciones de verano. Había concertado una cita con el tío Petros por carta
porque no quería pillarlo por sorpresa. Siguiendo con la comparación judicial,
le di tiempo de sobra para que preparara su defensa.
Llegué a la hora acordada y nos sentamos en el jardín.
—Bueno, sobrino favorito -era la primera vez que me llamaba
así-, ¿qué noticias me traes del Nuevo Mundo?
Si pensaba que iba a permitirle fingir que aquélla era una
reunión social, la visita de un sobrino atento a su afectuoso tío, estaba
equivocado.
—Mira, tío -dije en tono beligerante-, dentro de un año
recibiré mi diploma y ya estoy rellenando formularios para matricularme en el
ciclo superior. Tu ardid ha fracasado. Te guste o no, voy a ser matemático.
Se encogió de hombros, alzó las palmas de las manos hacia el
cielo en un ademán de resignación y recitó un popular dicho griego:
—Aquel que está destinado a ahogarse no morirá en la cama.
¿Se lo has contado a tu padre? ¿Está contento?
—¿Por qué ese súbito interés en mi padre? -gruñí-. ¿Acaso
fue él quien te pidió que urdieras nuestro supuesto «trato»? ¿Fue suya la
perversa idea de que demostrara mis aptitudes tratando de resolver la conjetura
de Goldbach? ¿O te sientes tan en deuda con él porque te ha mantenido durante
todos estos años que le retribuyes poniendo en vereda a su ambicioso hijo?
El tío Petros encajó mis golpes bajos sin cambiar de
expresión.
—No te culpo por estar furioso -dijo-. Sin embargo, deberías
tratar de entenderme. Aunque es verdad que mi método fue cuestionable, los
motivos eran tan puros como la nieve.
Solté una carcajada burlona.
—¡No hay nada puro en hacer que tu fracaso determine mi
vida! Suspiró.
—¿Tienes tiempo para escucharme?
—Todo el tiempo del mundo.
—¿Estás cómodo?
—Mucho.
Entonces préstame atención. Escucha y luego juzga por ti
mismo.
LA HISTORIA DE PETROS PAPACHRISTOS
Mientras escribo esto no puedo fingir que recuerdo las
frases y expresiones exactas que usó mi tío aquella lejana tarde de verano. He
optado por recrear su narrativa en tercera persona para presentarla de forma
más completa y coherente. Cuando me ha fallado la memoria, he consultado su
copiosa correspondencia con familiares y colegas matemáticos, así como los
gruesos volúmenes encuadernados en piel de sus diarios personales, en los que
describía los progresos de sus investigaciones.
Petros Papachristos nació en Atenas en noviembre de 1895.
Pasó su primera infancia en una soledad casi absoluta, pues
fue el primogénito de un comerciante hecho a sí mismo cuya única preocupación
era su trabajo y de un ama de casa cuya única preocupación era su marido.
Los grandes amores a menudo nacen de la soledad, y tal
parece haber sido el caso de la larga relación de mi tío con los números. Descubrió
sus dotes para el cálculo muy pronto, y no pasó mucho tiempo antes de que éste
se convirtiera, por falta de otras oportunidades de expansión emocional, en una
auténtica pasión. A la más tierna edad llenaba las horas vacías haciendo
complicadas sumas, casi siempre mentalmente. Cuando la llegada de sus dos
hermanos animó la vida del hogar, ya estaba tan consagrado a su tarea que los
cambios en la dinámica familiar no consiguieron distraerlo.
El colegio al que asistía, una institución francesa dirigida
por jesuitas, hacía honor a la brillante reputación de la orden en el campo de
las matemáticas. El hermano Nicolas, su primer maestro, advirtió las dotes de
Petros y lo tomó bajo su tutela. Con su asesoramiento, el niño empezó a hacer
ejercicios que estaban muy por encima de las posibilidades de sus compañeros de
clase. Como la mayoría de los matemáticos jesuitas, el hermano Nicolas se
especializaba en geometría clásica (una disciplina que ya entonces estaba
pasada de moda). Dedicaba mucho tiempo a crear ejercicios que, a pesar de ser
ingeniosos y casi siempre endiabladamente difíciles, carecían de un profundo
interés matemático. Petros los resolvía con sorprendente rapidez, al igual que
aquellos que su maestro sacaba de los manuales de matemáticas de los jesuitas.
Sin embargo, desde el principio demostró una pasión especial
por la teoría de números, un campo en el que los jesuitas no destacaban. Su
indiscutible talento, sumado a la práctica constante durante los años de la
infancia, se reflejó en una habilidad casi sobrenatural. A los once años, tras
aprender que todo entero positivo puede expresarse mediante la suma de cuatro
cuadrados, Petros sorprendía a los buenos de los jesuitas proporcionándoles la
composición de cualquier número que le sugirieran después de escasos segundos
de reflexión.
—¿Qué tal 99, Pierre? -le preguntaban.
—Noventa y nueve es igual a 82 más 52 más 32 más 12
-respondía él.
—¿Y 290? -Doscientos noventa es igual a 122 más 92 más 72
más 42.
—Pero ¿cómo lo haces con tanta rapidez?
Petros describió un método que a él le parecía obvio, pero
que para sus profesores era difícil de entender e imposible de aplicar sin
papel, lápiz y tiempo suficiente. El procedimiento se basaba en saltos de
lógica que pasaban por alto los pasos intermedios del cálculo, una prueba
concluyente de que el niño había desarrollado hasta un punto extraordinario su
intuición matemática.
Después de enseñarle prácticamente todo lo que sabían,
cuando Petros tenía unos quince años los jesuitas descubrieron que eran incapaces
de responder al continuo torrente de preguntas sobre matemáticas de su
brillante alumno. Entonces el director decidió ir a ver al padre de Petros.
Puede que el p` ere Papachristos no tuviera mucho tiempo para sus hijos, pero
sabía cuál era su deber para con la Iglesia ortodoxa griega. Había matriculado
a su hijo mayor en una escuela dirigida por extranjeros cismáticos porque
gozaba de prestigio en la élite social a la que deseaba pertenecer. Sin
embargo, cuando el director le sugirió que enviara a su hijo a un monasterio en
Francia con el fin de que cultivara su talento para las matemáticas, lo primero
que pensó fue que se trataba de una maniobra proselitista.
«Los condenados papistas quieren apoderarse de mi hijo», se
dijo.
Sin embargo, aunque no había hecho estudios superiores, el
viejo Papachristos no tenía un pelo de tonto. Sabía por experiencia que uno
prospera con mayor facilidad en el terreno para el que está naturalmente dotado
y no tenía intención de poner obstáculos en el camino de su hijo. Hizo
averiguaciones en los círculos pertinentes y descubrió que en Alemania había un
gran matemático griego que también pertenecía al culto ortodoxo, el célebre
profesor Constantin Carathéodory.
Le escribió de inmediato pidiéndole una cita.
Padre e hijo viajaron juntos a Berlín, donde Carathéodory,
vestido como un banquero, los recibió en su despacho de la universidad. Después
de una breve charla con el padre, pidió que lo dejara a solas con el hijo. Lo
llevó hasta la pizarra, le dio un trozo de tiza y lo interrogó. Siguiendo sus
indicaciones, Petros resolvió integrales, calculó la suma de series y demostró
proposiciones. Luego, cuando consideró que el profesor había terminado el
examen, le habló de sus descubrimientos personales: complicadas construcciones
geométricas, complejas identidades algebraicas y, sobre todo, observaciones
relacionadas con las propiedades de los enteros.
Una de ellas era la siguiente:
—Todo número par mayor que 2 puede expresarse como la suma
de dos primos.
—No podrás probar eso -dijo el famoso matemático.
—Todavía no -repuso Petros-, pero estoy seguro de que se
trata de un principio general. ¡Lo he verificado hasta el número 10000!
—¿Y qué me dices de la distribución de los números primos?
-preguntó Carathéodory-. ¿Se te ocurre una forma de calcular cuántos primos
existen menores que un número dado n?
—No -respondió Petros-, pero conforme n tiende a infinito,
la cantidad de primos se aproxima a n dividido por su logaritmo neperiano.
Carathéodory se quedó sin habla.
—¡Debes de haberlo leído en algún sitio!
—No, señor, pero parece una extrapolación razonable de mis
tablas. Además, los únicos libros que hay en mi colegio son de geometría.
Una amplia sonrisa reemplazó la expresión severa del
profesor, que llamó al padre de Petros y le dijo que someter a su hijo a dos
años más de bachillerato equivaldría a perder un tiempo precioso. Negar a aquel
chico extraordinariamente dotado la mejor educación matemática podría
calificarse de «negligencia criminal». Carathéodory haría las gestiones
necesarias para que Petros fuera admitido de inmediato en la universidad… si el
padre daba su consentimiento, naturalmente.
Mi pobre abuelo no pudo negarse: no tenía intención de
cometer un delito, y mucho menos contra su primogénito.
Se hicieron las gestiones necesarias y pocos meses después
Petros regresó a Berlín. Se instaló en la casa familiar de un empresario amigo
de su padre, en Charlottenburg.
Durante los meses previos al nuevo curso académico, la hija
mayor de la familia, Isolda, que tenía dieciocho años, se consagró a la tarea
de ayudar al joven invitado con su alemán. Dado que era verano, las clases se
realizaban en el jardín. Cuando empezó a hacer frío, recordó tío Petros con una
sonrisa melancólica, «la instrucción continuó en la cama».
Isolda fue el primer (a juzgar por su relato) y único amor
de mi tío. La aventura fue breve y clandestina. Se veían a horas intempestivas
y en lugares insólitos: a mediodía, a medianoche o al amanecer en el jardín, el
desván o el sótano, en cualquier momento y lugar que les permitieran pasar
inadvertidos. La chica no dejaba de repetir que si su padre los descubría
colgaría al joven amante por los pulgares.
Durante un tiempo, Petros estuvo totalmente abstraído en su
amor. Vivía prácticamente ajeno a cuanto no fuera su amada, hasta el punto de
que Carathéodory empezó a preguntarse si se habría equivocado en su primera
evaluación del potencial del chico. Pero después de unos pocos meses de
tortuosa felicidad («por desgracia, muy pocos», dijo mi tío con un
suspiro),Isolda abandonó la casa de la familia y los brazos de su niño amante
para casarse con un gallardo teniente de la artillería prusiana.
Naturalmente, Petros quedó desolado.
Si la vehemencia de su pasión infantil por los números fue
en parte una compensación por la falta de afecto familiar, su inmersión en las
matemáticas avanzadas en la Universidad de Berlín fue sin duda más profunda
debido a la pérdida de su amada. Cuanto más se sumergía en el insondable mar de
conceptos abstractos y símbolos arcanos, más se alejaba de los dulces pero
dolorosos recuerdos de su «querida Isolda». De hecho, en su ausencia ella se
volvió «mucho más útil» para Petros (en sus propias palabras). La primera vez
que se habían acostado en la cama de ella (para ser más precisos, la primera
vez que ella lo había arrojado sobre su cama), Isolda le había murmurado al
oído que lo que más le atraía de él era su reputación de Wunderkind o pequeño
prodigio. Entonces Petros llegó a la conclusión de que, si quería volver a
conquistar su corazón, no podía andarse con medias tintas. Para impresionarla a
una edad más madura debería hacer sorprendentes hazañas intelectuales y
convertirse en un Gran Matemático.
Pero ¿qué tenía que hacer para convertirse en un Gran
Matemático? Muy sencillo: ¡resolver un Gran Problema Matemático!
—¿Cuál es el problema más difícil de las matemáticas,
profesor? -preguntó a Carathédory en su siguiente reunión, fingiendo simple
interés académico.
—Te mencionaré los tres que se disputan el primer puesto
-respondió el sabio después de unos instantes de vacilación-: la hipótesis de
Riemann, el último teorema de Fermat y finalmente, aunque no menos importante,
la conjetura de Goldbach, de acuerdo con cuyo enunciado todo número par es la
suma de dos primos, que también es uno de los grandes problemas irresueltos de
teoría de números.
Aunque todavía no era una decisión firme, ese breve diálogo
plantó en el corazón de Petros la primera semilla del sueño de probar con la
conjetura. El hecho de que partiera de una observación que él mismo había hecho
antes de oír hablar de Goldbach o de Euler hizo que el problema fuera más
precioso para él. Su enunciado le atrajo desde el primer momento. La
combinación de la aparente sencillez con la notoria dificultad apuntaba necesariamente
a una profunda verdad.
No obstante, en esos momentos Carathéodory no le dejaba un
minuto libre para soñar despierto.
—Antes de que puedas embarcarte en una investigación
original productiva -le dijo en términos contundentes-, necesitas adquirir un arsenal
poderoso. Tendrás que dominar a la perfección todas las herramientas
matemáticas del análisis, el análisis complejo, la topología y el álgebra.
Incluso un joven con las prodigiosas aptitudes de Petros
necesitaba tiempo y dedicación absoluta para adquirir esa maestría.
Una vez que Petros hubo recibido su título, Carathéodory le
encomendó un problema de teoría de ecuaciones diferenciales para la tesis
doctoral. Petros sorprendió a su tutor terminando el trabajo en menos de un año
y con sorprendente habilidad. El método que presentó en la tesis para la
solución de una variedad particular de ecuaciones (llamado desde entonces
«método Papachristos») le dio una fama instantánea, ya que también resultaba
útil para resolver ciertos problemas del campo de la física. Sin embargo, según
dijo él mismo, «no tenía ningún interés matemático, eran simples cálculos del
estilo de la cuenta de la vieja».
Petros se doctoró en 1916. Poco tiempo después, su padre,
preocupado por la inminente implicación de Grecia en la Primera Guerra Mundial,
se ocupó de que se instalara durante una temporada en la neutral Suiza. En
Zúrich, Petros, al fin dueño de su destino, volvió a su primer y eterno amor:
los números.
Se matriculó en un curso avanzado en la universidad, asistió
a clases y seminarios y pasó todo su tiempo libre en la biblioteca, devorando
libros y publicaciones eruditas. Pronto llegó a la conclusión de que para
alcanzar lo más rápidamente posible las fronteras del conocimiento debía
viajar. Por aquel entonces, los tres matemáticos internacionalmente reconocidos
por sus trabajos en teoría de números eran los ingleses G. H. Hardy y J. E.
Littlewood y el extraordinario genio indio autodidacta Srinivasa Ramanujan. Los
tres estaban en el Trinity College de Cambridge.
La guerra había dividido Europa geográficamente y los
submarinos alemanes prácticamente habían aislado Inglaterra del continente. Sin
embargo, el fervoroso deseo de Petros, su absoluta indiferencia ante el peligro
y sus sobrados medios económicos pronto lo llevaron a su destino.
—Cuando llegué a Inglaterra todavía era un principiante
-recordó-, pero tres años después me marché de allí convertido en un experto en
teoría de números.
En efecto, su estancia en Cambridge fue una preparación
esencial para los largos y difíciles años que siguieron. Aunque no tenía un
cargo académico oficial, su posición económica -o mejor dicho, la de su padre-
le permitía darse el lujo de subsistir sin él. Se instaló en un pequeño hostal,
The Bishop, donde por ese entonces también se alojaba Srinivasa Ramanujan.
Pronto se hicieron amigos y asistieron juntos a las clases de G. H. Hardy.
Hardy era el prototipo del investigador matemático moderno.
Verdadero maestro en su especialidad, abordaba la teoría de números con
brillante lucidez, empleando los métodos matemáticos más avanzados para
estudiar los problemas esenciales, muchos de los cuales -como la conjetura de
Goldbach- parecían engañosamente simples. En sus clases, Petros aprendió las
técnicas necesarias para su trabajo y empezó a desarrollar la profunda
intuición matemática imprescindible para la investigación avanzada. Asimilaba
los conceptos con rapidez y pronto comenzó a cartografiar el laberinto en que
estaba destinado a penetrar en poco tiempo.
No obstante, aunque Hardy desempeñó un papel crucial en los
progresos matemáticos de Petros, la fuente de inspiración de éste fue
Ramanujan.
—Ah, era un fenómeno único -me contó con un suspiro-. Como
solía decir Hardy, en términos de aptitud para las matemáticas Ramanujan era el
cenit absoluto; estaba hecho de la misma madera que Arquímedes, Newton y Gauss,
hasta es posible que los superara. Sin embargo, en términos prácticos la falta
de instrucción matemática formal durante sus años de formación lo había
condenado a aprovechar únicamente una mínima fracción de su potencial.
Observar a Ramanujan hacer ejercicios matemáticos equivalía
a recibir una lección de humildad. El asombro y la fascinación eran las únicas
reacciones posibles ante su misteriosa capacidad para concebir, en súbitos momentos
de inspiración o epifanías, las fórmulas e identidades más complejas
imaginables. (A menudo exasperaba al ultrarracionalista Hardy diciendo que su
amada diosa hindú Namakiri se las había revelado en un sueño.) Uno no podía por
menos de preguntarse qué alturas habría conseguido alcanzar si la extrema
pobreza en que había nacido no lo hubiera privado de la educación que recibía
cualquier estudiante occidental bien alimentado.
Un día, Petros sacó a relucir tímidamente el tema de la
conjetura de Goldbach delante de Ramanujan. Lo hizo con cautela, temiendo
despertar su interés por el problema.
La respuesta de Ramanujan supuso una desagradable sorpresa.
—¿Sabes? Tengo el pálpito de que la conjetura no se cumple
en los números muy altos.
Petros quedó estupefacto. ¿Era posible? Viniendo de
Ramanujan, no podía tomar el comentario a la ligera. Cuando tuvo la primera
oportunidad, después de una clase, se acercó a Hardy y le repitió la frase en
tono deliberadamente despreocupado.
Hardy esbozó una sonrisa maliciosa.
—El bueno de Ramanujan ha tenido algunos «pálpitos»
asombrosos -dijo-, y su intuición es prodigiosa. Sin embargo, a diferencia de
Su Santidad el Papa, no se jacta de ser infalible.
Luego Hardy miró fijamente a Petros con un brillo burlón en
los ojos.
—Pero dígame, querido amigo, ¿a qué viene esta súbita
curiosidad por la conjetura de Goldbach?
Petros murmuró una trivialidad sobre su «interés general por
el problema» y luego preguntó en el tono más inocente posible:
—¿Hay alguien trabajando en ella?
—¿Se refiere a si alguien está intentado probarla? Pues no…
Hacerlo sería una auténtica estupidez.
La advertencia no amilanó a Petros; por el contrario, le
señaló el camino que debía seguir. El significado de las palabras de Hardy
estaba claro: el enfoque directo, comúnmente llamado «elemental», del problema
estaba condenado al fracaso. El método correcto era el «analítico», que después
de los éxitos recientes de los matemáticos franceses Hadamard y De la Vallée
Pousin, se había puesto tres á la mode en el campo de la teoría de números. Muy
pronto Petros se enfrascó por completo en su estudio.
Hubo un tiempo, en Cambridge, antes de tomar la decisión
definitiva sobre el trabajo al que consagraría su vida, en que Petros consideró
la posibilidad de invertir sus energías en un problema totalmente distinto. La
idea lo asaltó tras su inesperada entrada en el estrecho círculo
Hardy-Littlewood-Ramanujan.
Durante los años de la guerra, J. E. Littlewood no pasó
mucho tiempo en la universidad. Se presentaba de vez en cuando para impartir
una clase o asistir a una reunión y luego se marchaba otra vez, sólo Dios sabía
adónde, pues sus actividades estaban rodeadas por un halo de misterio. Petros
aún no lo conocía y se sorprendió sobremanera cuando, un día de principios de
1917, Littlewood fue a buscarlo al hostal Bishop.
—¿Es usted Petros Papachristos, de Berlín -preguntó
tendiéndole la mano y sonriendo con cautela-; el alumno de Constantin
Carathéodory?
—Sí, el mismo -respondió Petros, perplejo.
Littlewood parecía ligeramente incómodo cuando se explicó:
en esos momento estaba al frente de un grupo de científicos que hacían
investigaciones de balística para la Artillería Real, como parte de la campaña
de solidaridad de la población civil. Recientemente el Servicio de Inteligencia
Militar les había informado de que la gran precisión de tiro del enemigo en el
frente occidental podría deberse a una nueva e innovadora técnica de cálculo
denominada «método Papachristos».
—Estoy seguro de que no tendrá objeción en compartir su
descubrimiento con el gobierno de Su Majestad -concluyó Littlewood-. Al fin y
al cabo, Grecia está de nuestra parte.
Al principio Petros se sintió desolado, pues temía que lo
obligaran a perder tiempo en problemas que ya carecían de interés para él. Pero
no fue necesario. El texto de su tesis doctoral, que por fortuna tenía consigo,
contenía matemáticas de sobra para las necesidades de la Artillería Real.
Littlewood quedó doblemente satisfecho, ya que además de su utilidad inmediata
para la guerra, el «método Papachristos» aligeró de manera significativa su
traba-jo, concediéndole más tiempo libre para dedicarse a sus principales
intereses matemáticos.
En consecuencia, en lugar de desviarlo de su camino, las
tempranas conquistas de Petros en el campo de las ecuaciones diferenciales le
permitieron formar parte de una de las asociaciones más célebres en la historia
de las matemáticas. Littlewood se alegró mucho al enterarse de que la verdadera
vocación de su colega griego era, al igual que en su caso, la teoría de
números, y pronto lo invitó a una reunión en el despacho de Hardy. Los tres
hablaron de matemáticas durante horas. (En esa reunión y en las posteriores,
tanto Littlewood como Petros evitaron mencionar el tema que los había llevado a
conocerse, pues Hardy era un pacifista fanático y se oponía con todas sus
fuerzas a que los descubrimientos científicos se emplearan con fines
militares.)
Después del armisticio, cuando Littlewood volvió a dedicarse
por entero a sus actividades en Cambridge, le pidió a Petros que colaborara con
él y Hardy en un estudio que habían iniciado con Ramanujan (el pobre estaba
gravemente enfermo y pasaba la mayor parte del tiempo en un sanatorio). En esos
momentos, los dos grandes especialistas en teoría de números trabajaban en la
hipótesis de Riemann, el epicentro de la mayor parte de los resultados aún por
demostrar mediante el método analítico. La prueba de la hipótesis de Bernhard
Riemann sobre los ceros de la «función» crearía un positivo efecto dominó que
permitiría demostrar innumerables teoremas fundamentales de teoría de números.
Petros aceptó la propuesta (¿qué ambicioso matemático joven no lo habría
hecho?) y los tres publicaron juntos dos trabajos, uno en 1918 y otro en 1919;
los mismos que mi amigo Sammy Epstein había encontrado bajo el nombre de mi tío
en el índice bibliográfico.
Paradójicamente, ésos serían sus últimos trabajos
publicados.
Después de esta primera colaboración, Hardy, un riguroso
juez del talento matemático, sugirió a Petros que aceptara una beca de
investigación en el Trinity College y se instalara en Cambridge para
convertirse en miembro permanente de su equipo de élite.
Petros pidió tiempo para pensarlo. Naturalmente, la
propuesta era muy halagadora y la perspectiva de continuar colaborando con
Hardy y Littlewood, muy atractiva. No le cabía duda de que juntos producirían
nuevos trabajos destacables que le permitirían ascender con rapidez en la
comunidad científica. Además, a Petros le caían bien los dos hombres. Estar a
su lado no era sólo agradable, sino inmensamente estimulante. El propio aire
que respiraban estaba impregnado de matemáticas de primer orden.
Sin embargo, a pesar de todo, la idea de quedarse en
Inglaterra le producía aprensión.
Si permanecía en Cambridge seguiría un camino previsible.
Realizaría buenos trabajos, quizás excepcionales, pero sus progresos estarían
condicionados por Hardy y Littlewood. Los problemas de ellos serían los suyos
y, peor aun, la fama de ellos inevitablemente eclipsaría la suya. Si con el
tiempo conseguían probar la hipótesis de Riemann (y Petros tenía la esperanza
de que así fuera), sería una hazaña importante, una conquista que sacudiría al
mundo; pero ¿sería suya? De hecho, ¿recibiría siquiera la tercera parte del
crédito por ella? ¿No era más probable que la fama de sus dos ilustres colegas
ensombreciera su participación en la empresa?
Cualquiera que afirme que los científicos, incluso los más
puros de los puros, los más abstractos y brillantes matemáticos, trabajan
motivados exclusivamente por la Búsqueda de la Verdad en aras de la humanidad,
o bien no sabe de lo que habla o miente con descaro. Aunque es posible que los
miembros con mayores inclinaciones espirituales de la comunidad científica sean
indiferentes a las ganancias materiales, no hay uno solo entre ellos que no
esté guiado por la ambición y un fuerte afán competitivo. (Naturalmente, en el
campo de las grandes hazañas matemáticas el número de contrincantes es
limitado; de hecho, cuanto mayor sea la hazaña, más limitado es. Dado que los rivales
para el triunfo son unos pocos elegidos, la flor y nata, la competencia se
convierte en una auténtica gigantomaquia, una lucha entre gigantes.) Aunque al
embarcarse en una importante investigación el matemático declare que su
intención es descubrir la Verdad, la auténtica materia prima de sus sueños es
la Gloria.
Mi tío no era una excepción, y lo reconoció con absoluta
franqueza cuando me contó su historia. Después de la estancia en Berlín y el
desengaño con su «amada Isolda», había buscado en las matemáticas un éxito
rotundo, casi trascendental, una conquista que le diera fama internacional y
«esperaba» pusiera a sus pies a la despiadada Mädchen. Pero para que ese
triunfo fuera completo tenía que ser exclusivamente suyo, no parcelado y
dividido en dos o tres.
Otro factor en contra de su estancia en Cambridge era el
tiempo. Las matemáticas son una actividad de hombres jóvenes. Se trata de una
de las pocas disciplinas humanas (en este sentido muy parecida al deporte) en
que la juventud es un requisito indispensable para destacar. Petros, como todos
los matemáticos jóvenes, conocía las deprimentes estadísticas: en toda la
historia de esa ciencia eran contadísimas las personas que habían hecho un
descubrimiento importante después de los treinta y cinco o cuarenta años.
Riemann había muerto a los treinta y nueve; Niels Henrik Abel, a los
veintisiete, y Evariste Galois a la trágica edad de veinte. Sin embargo, sus
nombres estaban grabados en oro en las páginas de la historia de las
matemáticas: la función zeta de Riemann, las integrales abelianas o los grupos
de Galois eran un legado eterno para los futuros matemáticos. Y aunque Euler y
Gauss produjeron teoremas a edades avanzadas, hicieron sus descubrimientos más
importantes en la primera juventud. En cualquier otro terreno, a los
veinticuatro años Petros habría sido un principiante con muchos años de
oportunidades creativas por delante. En el de las matemáticas, sin embargo, ya
estaba en el punto culminante de su potencialidad.
Calculaba que, como mucho, le quedaban diez años para
sorprender a la humanidad (y a su «amada Isolda») con una hazaña magnífica,
colosal. Pasado ese tiempo, su fuerza comenzaría a desvanecerse. Con un poco de
suerte, la técnica y los conocimientos sobrevivirían, pero la chispa imprescindible
para encender los majestuosos fuegos artificiales, la brillantez creativa y el
espíritu emprendedor necesarios para hacer un descubrimiento verdaderamente
grande (el sueño de probar la conjetura de Goldbach cada vez estaba más
presente en sus pensamientos) se debilitarían, si es que no desaparecían por
completo.
No tardó mucho en decidir que Hardy y Littlewood tendrían
que continuar su camino solos.
A partir de ese momento no podría permitirse perder un solo
día. Sus años más productivos estaban ante él, impulsándolo irresistiblemente a
continuar. Debía ponerse a trabajar en su problema de inmediato. ¿Y cuál sería
ese problema?
Hasta el momento sólo había considerado los tres grandes
interrogantes que unos años antes Carathéodory había mencionado al pasar;
ninguno más pequeño satisfaría su ambición. De ellos, la hipótesis de Riemann
ya estaba en manos de Hardy y Littlewood, y el savoir-faire científico y la
prudencia sugerían que lo dejara allí. En cuanto al último teorema de Fermat,
los métodos con que se lo abordaba tradicionalmente resultaban demasiado
algebraicos para su gusto. En consecuencia, la elección era bastante simple. El
vehículo mediante el cual haría realidad sus sueños de fama e inmortalidad
sería nada más y nada menos que la aparentemente humilde conjetura de Goldbach.
La oferta de la cátedra de Análisis en la Universidad de
Múnich había llegado un poco antes, en el momento más oportuno. Era un puesto
ideal. El cargo de catedrático, una retribución indirecta por la utilidad del
«método Papachristos» para el ejército del káiser, no exigiría a Petros que
perdiese demasiadas horas impartiendo clases y le permitiría independizarse de
su padre en caso de que éste intentara engatusarlo para que volviera a Grecia y
al negocio familiar. En Múnich estaría prácticamente libre de obligaciones
irrelevantes. Las pocas horas de clase no constituirían una intrusión demasiado
importante en su tiempo personal; por el contrario, serían un vínculo constante
y tangible con las técnicas analíticas que emplearía en su investigación.
Lo último que deseaba Petros era que otros se entrometieran
en su problema. Al marcharse de Cambridge, deliberadamente había cubierto sus
huellas con una estela de humo. No sólo no reveló a Hardy y a Littlewood que se
proponía trabajar en la conjetura de Goldbach, sino que les indujo a creer que
continuaría dedicándose a su amada hipótesis de Riemann. En este sentido,
Múnich también era ideal: su facultad de Matemáticas no era particularmente
famosa, como la de Berlín o la casi legendaria de Gotinga, y en consecuencia
estaría prudentemente lejos de los grandes centros de chismorreo y curiosidad
matemáticos.
En el verano de 1919, Petros se instaló en un piso de la
segunda planta (creía que el exceso de luz era incompatible con la
concentración absoluta) de un edificio situado cerca de la universidad. Conoció
a sus nuevos colegas de la facultad de Matemáticas y organizó el programa de
clases con sus ayudantes, casi todos mayores que él. Luego preparó su lugar de
trabajo en casa, donde las distracciones serían mínimas. En términos
inequívocos ordenó a su ama de llaves, una mujer judía de mediana edad que
había quedado viuda durante la guerra, que una vez que entrara en su estudio no
debería molestarlo por ninguna razón.
A pesar de que habían pasado más de cuarenta años, mi tío
recordaba con excepcional claridad el día en que había comenzado su
investigación.
El sol aún no había salido cuando se sentó al escritorio,
tomó su gruesa estilográfica y escribió en una hoja de papel blanca y nueva:
ENUNCIADO: Todo entero par mayor que 2 es igual a la suma de
dos primos.
PRUEBA: Supongamos que el enunciado anterior es falso.
Luego, existe un entero n tal que 2n no puede expresarse como la suma de dos
números primos; por ejemplo, para todo primo p ≤ 2n, 2n - p está compuesto…
Después de unos meses de arduo trabajo, empezó a hacerse una
idea de las auténticas dimensiones del problema y descubrió los atolladeros más
obvios. Ahora podría planear una estrategia básica para su método e identificar
algunos de los resultados intermedios que necesitaba demostrar. Siguiendo con
la comparación militar, se refirió a éstos como «las colinas de importancia
estratégica que debería tomar antes de organizar el ataque final a la propia
conjetura».
Naturalmente, su enfoque estaba basado en el método
analítico.
Tanto en su versión algebraica como en la analítica, la
teoría de números tiene el mismo objetivo: estudiar las propiedades de los
números enteros o positivos (1, 2, 3, 4, 5, etcétera), así como sus interrelaciones.
Igual que la investigación física consiste principalmente en el estudio de las
partículas elementales de la materia, muchos de los problemas esenciales de la
aritmética avanzada se reducen a aquellos de los primos (números enteros que
sólo pueden dividirse por 1 y por sí mismos, como 2, 3, 5, 7, 11,…), el
irreducible cuanto del sistema numérico.
Los antiguos griegos, y después de ellos los grandes
matemáticos de la Ilustración europea, como Pierre de Fermat, Leonhard Euler y
Carl-Friedrich Gauss, habían descubierto una variedad de teoremas interesantes
relacionados con los primos (con anterioridad mencionamos la prueba de Euclides
de su infinitud). Sin embargo, hasta mediados del siglo XIX, las verdades más
XIXfundamentales sobre ellos permanecieron fuera del alcance de los
matemáticos.
Las principales eran dos: su distribución (es decir, la
cantidad de números primos menores que un entero dado n) y las pautas de su
sucesión, la escurridiza fórmula mediante la cual, partiendo de un número primo
dado pn, uno podía determinar el siguiente, pn+1. A menudo (quizás
infinitamente a menudo, según una hipótesis), los números primos sólo están
separados por dos enteros, en pares como 5 y 7, 11 y 13, 41 y 43 ó 9857 y 9859.
Sin embargo, en otros casos, dos números primos consecutivos pueden estar
separados por centenares de miles de millones de enteros no-primos; de hecho,
es sumamente fácil demostrar que para cualquier entero dado k, es posible
encontrar una sucesión de enteros k que no contiene un solo número primo6.
La aparente ausencia de un principio establecido de
organización en la distribución o sucesión de los números primos había traído
de cabeza a los matemáticos durante siglos y proporcionado gran parte de su
atractivo a la teoría de números. En efecto, era un gran misterio, digno de la
más elevada inteligencia: puesto que los números primos son los ladrillos de
los enteros y los enteros son la base de nuestro entendimiento lógico del
cosmos, ¿cómo es posible que su forma no esté determinada por una ley? ¿Por qué
la «divina geometría» no resulta obvia en este caso?
La teoría analítica de los números nació en 1837, con la
sorprendente prueba de Dirichlet de la infinitud de los primos en las
progresiones aritméticas. Sin embargo, no llegó a su punto culminante hasta
finales del siglo XIX. Unos años antes que Dirichlet, Carl-Friedrich Gauss
había hecho una buena tentativa con su fórmula asintótica (es decir, una
aproximación que es más precisa a medida que n crece) de los números primos
inferiores a un entero determinado n. Sin embargo, ni él ni nadie después de él
había sugerido siquiera una prueba. Luego, en 1859, Bernhard Riemann introdujo
una suma infinita en el plano de los números complejos7, denominada desde
entonces «función zeta de Riemann», que prometía ser una herramienta nueva
extremadamente útil. Sin embargo, para emplearla con eficacia, los teóricos de
números debían abandonar sus técnicas algebraicas tradicionales (comúnmente
llamadas «elementales») y recurrir a los métodos del análisis complejo; es
decir, el cálculo infinitesimal aplicado al plano de los números complejos.
Pocas décadas después, cuando Hadamard y De la Vallée-Pousin
consiguieron demostrar la fórmula asintótica de Gauss empleando la función ζ de
Riemann (un resultado conocido desde entonces como «teorema de los números
primos») el método analítico pareció de pronto convertirse en la llave mágica
para penetrar en los secretos más recónditos de la teoría de números.
Fue en este momento de auge del método analítico cuando el
tío Petros empezó a trabajar en la conjetura de Goldbach.
Después de pasar los primeros meses familiarizándose con las
dimensiones del problema, decidió utilizar la teoría de particiones (las
distintas formas de expresar un entero como suma), otra aplicación del método
analítico. Aparte del principal teorema en este campo, concebido por Hardy y
Ramanujan, existía una hipótesis del segundo (otro de sus célebres «pálpitos»).
Petros tenía la esperanza de que esa hipótesis, si conseguía probarla, fuera un
paso decisivo hacia la resolución de la conjetura de Goldbach.
Escribió a Littlewood, preguntando con la mayor discreción
posible (y con la excusa del supuesto «interés de un colega» en el tema) si
había nuevos descubrimientos al respecto. Littlewood respondió que no y le
envió el último libro de Hardy, Algunos problemas célebres de la Teoría de
Números. En él, había una especie de prueba de lo que se conoce como la segunda
(o la otra) conjetura de Goldbach8. Esta supuesta prueba, no obstante, tenía una
laguna fundamental: su validez dependía de la hipótesis (aún no demostrada) de
Riemann.
Al leer esto, Petros esbozó una sonrisa de superioridad.
¡Hardy debía de estar muy desesperado para publicar resultados basados en
premisas sin confirmar! Ni siquiera mencionaba la principal conjetura de
Goldbach -«la» conjetura, en opinión de Petros-, de modo que su problema estaba
seguro.
Petros condujo su investigación en absoluto secreto, y
cuanto más profundizaba en la terra incognita delimitada por la conjetura, más
concienzudamente cubría sus huellas. A aquellos colegas que se mostraban
curiosos les daba la misma respuesta engañosa que había usado con Hardy y
Littlewood: continuaba con el trabajo que había hecho con ellos en Cambridge,
investigando la hipótesis de Riemann. Con el tiempo, su cautela comenzó a rayar
en la paranoia. Para evitar que sus colegas sacaran conclusiones sobre la base
de los libros que retiraba de la biblioteca, buscó la manera de disfrazar sus
pedidos. Protegía la obra que le interesaba incluyéndola en una lista de tres o
cuatro títulos irrelevantes, o pedía un artículo en una revista científica con
el único fin de hacerse con el ejemplar que contenía un artículo diferente, el
que verdaderamente le interesaba y que leería fuera de la vista de los
curiosos, en la intimidad de su estudio.
En la primavera de ese año, Petros recibió una breve nota de
Hardy en la que éste le comunicaba la muerte por tuberculosis de Srinivasa
Ramanujan, a la edad de treinta y dos años, en un barrio pobre de Madrás. Su
primera reacción ante la triste noticia lo desconcertó, incluso lo inquietó.
Bajo un sentimiento superficial de pesar por la pérdida del extraordinario
matemático y del afable, humilde y cortés amigo, Petros experimentó en su fuero
interno una absurda alegría al saber que aquel cerebro prodigioso ya no estaba
en la liza de la teoría de números.
Nunca había temido a nadie. Sus dos rivales más
cualificados, Hardy y Littlewood, estaban demasiado preocupados por la
hipótesis de Riemann para pensar seriamente en la conjetura de Goldbach. David
Hilbert, a la sazón reconocido como el matemático vivo más importante del
mundo, y Jacques Hadamard, el único otro especialista en teoría de números, ya
no eran más que veteranos distinguidos: con casi sesenta años de edad, se los
consideraba auténticos vejestorios para las matemáticas creativas. Pero hasta
el momento Ramanujan le había inspirado verdadero terror. Su intelecto
prodigioso era la única fuerza capaz de disputarle su trofeo. A pesar de las
dudas que le había expresado a Petros acerca de la validez general de la
conjetura de Goldbach, si Ramanujan hubiera decidido concentrar su genio en el
problema… Quién sabe; quizás hubiese conseguido probarla a pesar de sí mismo,
¡acaso su amada diosa Mamakiri le hubiera ofrecido la solución en un sueño,
cuidadosamente escrita en sánscrito en un pergamino!
Pero había muerto, y no existía un auténtico riesgo de que
alguien llegara a la solución antes que Petros. Sin embargo, cuando lo
invitaron a la gran facultad de Matemáticas de Gotinga para dar una conferencia
en memoria de Ramanujan sobre la contribución de éste a la teoría de números,
evitó deliberadamente mencionar sus investigaciones sobre particiones por temor
a animar a alguien a buscar posibles conexiones con la conjetura de Goldbach.
A finales del verano de 1922 (casualmente el mismo día en
que su país se vio conmocionado por la noticia de la destrucción de Esmirna),
Petros tuvo que hacer frente a su primer gran dilema.
La ocasión fue particularmente afortunada: mientras daba un
largo paseo por el cercano Speichersee, después de meses de arduo trabajo y en
un instante de súbita iluminación, concibió una idea sorprendente. Se sentó en
la terraza de un bar y tomó notas en el cuaderno que siempre llevaba consigo. Luego
regresó a Múnich en el primer tren y estuvo desde el atardecer hasta el
amanecer trabajando en los detalles, repasando con atención su silogismo.
Cuando hubo terminado experimentó por segunda vez en su vida (la primera había
sido junto a Isolda) un sentimiento de total satisfacción, de dicha absoluta.
¡Había conseguido probar la hipótesis de Ramanujan!
Durante sus primeros años de trabajo en la conjetura había
acumulado unos cuantos resultados intermedios, los denominados «lemas» o
teoremas menores, algunos de los cuales eran de indudable interés, material
suficiente para varias publicaciones interesantes. Sin embargo, nunca había
pensado con seriedad en hacerlos públicos. Aunque eran bastante respetables,
ninguno de ellos podía calificarse de descubrimiento importante, ni siquiera
para los criterios esotéricos de alguien que se dedicaba a la teoría de
números.
Pero de pronto las cosas eran diferentes.
El problema que había resuelto durante el paseo por el
Speichersee tenía especial importancia. Si bien en relación con su trabajo en
la conjetura seguía siendo un paso intermedio y no el objetivo final, se
trataba de un teorema profundo e innovador por derecho propio que abría nuevos
horizontes a la teoría de números. Arrojaba una nueva luz sobre el problema de
las particiones, aplicando el teorema previo de Hardy-Ramanujan de un modo que
nadie había sospechado, y mucho menos demostrado, antes. Sin lugar a dudas, su
publicación le garantizaría un reconocimiento en el mundo de las matemáticas
muy superior al que había obtenido con su método para resolver ecuaciones
diferenciales. De hecho, era probable que lo catapultara a las primeras filas
de la pequeña pero selecta comunidad internacional de teóricos de números,
prácticamente al mismo nivel que sus grandes estrellas: Hadamard, Hardy y
Littlewood.
Si hacía público su descubrimiento, también abriría camino a
otros matemáticos que sobre su base podrían obtener nuevos resultados y
expandir los límites del campo de una manera que un investigador solitario, por
brillante que fuera, apenas podía soñar. Los resultados que éstos obtuvieran, a
su vez, ayudarían a Petros en la búsqueda de la prueba de la conjetura de
Goldbach. En otras palabras, al publicar el «teorema de las particiones de
Papachristos» (como es natural, la modestia le obligaba a esperar a que sus
colegas le dieran oficialmente ese nombre), conseguiría una legión de
colaboradores voluntarios y no remunerados.
Por desgracia, la moneda tenía otra cara: uno de esos nuevos
colaboradores no remunerados (ni deseados) podía topar con una forma mejor de
aplicar sus teoremas y, ¡Dios no lo quisiera!, probar la conjetura de Goldbach
antes que él.
No necesitó pensarlo mucho. Los riesgos eran muy superiores
a los posibles beneficios. No publicaría su descubrimiento. Por el momento, el
teorema de las particiones de Papachristos permanecería en absoluto secreto.
Rememorando los viejos tiempos en mi beneficio, tío Petros
señaló que esa decisión había marcado un hito en su vida. Según dijo, a partir
de ese momento las dificultades comenzaron a multiplicarse.
Al negarse a publicar su primera contribución verdaderamente
importante a las matemáticas, se había puesto bajo una doble presión. A la
constante, angustiosa ansiedad ante el paso de días, semanas, meses y años sin
llegar al objetivo deseado, se añadía la preocupación que suponía la
posibilidad de que alguien hiciera el mismo descubrimiento y le robara la
gloria.
El reconocimiento oficial que había conseguido hasta
entonces (un descubrimiento que llevaba su nombre y una cátedra en la
universidad) no era desdeñable; pero entre los matemáticos el tiempo se mide de
forma diferente. Ahora estaba en pleno apogeo de su capacidad, en una fase de
creatividad que no podía durar mucho tiempo. Era el momento de hacer su gran
descubrimiento, si es que estaba destinado a hacerlo.
Dado que llevaba una vida de aislamiento casi absoluto,
nadie podía ayudarle a aliviar la tensión.
La soledad del investigador matemático no se parece a la de
ningún otro. En un sentido literal, vive en un universo totalmente inaccesible,
tanto para el público en general como para su entorno inmediato. Ni siquiera
las personas más allegadas pueden compartir sus penas y alegrías, pues les
resulta casi imposible comprender su contenido.
La única comunidad a la que puede pertenecer un matemático
creativo es la de sus colegas, pero Petros se había aislado voluntariamente de
ellos. Durante sus primeros años en Múnich había accedido en ocasiones a
aceptar la proverbial hospitalidad de los académicos para con los recién
llegados. Sin embargo, cuando aceptaba una invitación era un auténtico calvario
para él conducirse con normalidad, comportarse de manera afable y conversar de
temas insustanciales. Debía controlar constantemente su tendencia a distraerse con
ideas de la teoría de números y luchar contra sus frecuentes impulsos de salir
corriendo hacia su casa y su escritorio, poseído por un pálpito que exigía
atención inmediata. Por suerte, quizás a causa de sus frecuentes negativas o su
evidente incomodidad en las reuniones sociales, las invitaciones se hicieron
cada vez más escasas y por fin, para gran alivio de Petros, cesaron por
completo.
Huelga decir que nunca se casó. Naturalmente, la explicación
que me dio al respecto -según la cual casarse con otra mujer habría sido una
traición a su gran amor, la «amada Isolda» - era una simple excusa. De hecho,
tenía plena conciencia de que en su vida no había cabida para otra persona.
Vivía obsesionado por sus investigaciones. La conjetura de Goldbach exigía que
se entregara a ella en cuerpo y alma y le dedicara todo su tiempo.
En el verano de 1925, Petros obtuvo un segundo resultado
importante, que en combinación con el teorema de las particiones permitía
observar desde una nueva perspectiva muchos de los problemas clásicos de los
números primos. En su opinión, extremadamente objetiva y bien informada, su
trabajo constituía una auténtica revolución. La tentación de publicar comenzó a
ser abrumadora. Lo atormentó durante semanas, pero una vez más consiguió resistirla.
Nuevamente decidió guardar el secreto por miedo a abrir camino a inoportunos
intrusos. Ningún resultado intermedio, por importante que fuera, podría
desviarlo de su objetivo original. ¡Probaría la conjetura de Goldbach costara
lo que costara!
En noviembre de ese año cumplió los treinta, una edad
emblemática para el matemático investigador, prácticamente el primer paso en la
madurez.
La espada de Damocles, cuya presencia Petros se había
limitado a intuir durante años, imaginándola suspendida en la oscuridad en
algún punto por encima de él (y catalogándola como «el declive de las
facultades creativas») se volvió casi tangible. Con creciente frecuencia empezó
a sentir su amenaza mientras estaba inclinado sobre sus papeles. El invisible
reloj de arena que marcaba su apogeo creativo se convirtió en una presencia
constante en el fondo de su mente, empujándolo de vez en cuando a crisis de
pánico y ansiedad. Durante todos los momentos de vigilia le angustiaba la
posibilidad de estar alejándose ya de la cumbre de sus facultades
intelectuales. Las preguntas zumbaban en su mente como mosquitos: ¿obtendría
otros descubrimientos tan importantes como los dos primeros?, ¿habría comenzado
ya el inevitable declive sin que él lo advirtiera? Cada pequeño olvido, cada
insignificante error de cálculo, cada fugaz pérdida de concentración conducía a
la ominosa cantilena: (¿He pasado ya mi mejor momento?»
En esa época se produjo la breve visita de la familia que mi
padre ya me había descrito, y aunque hacía muchos años que no la veía, la
consideró una intrusión inoportuna e incómoda. Petros sentía que el poco tiempo
que pasaba con sus padres y sus hermanos menores se lo robaba al trabajo, y
cada instante lejos de su escritorio en beneficio de los suyos era, en su
opinión, una pequeña dosis de suicidio matemático. Al final de la visita se
sintió más frustrado que nunca.
La necesidad de aprovechar el tiempo se convirtió en
auténtica obsesión, hasta el punto de que decidió eliminar de su vida cualquier
actividad que no estuviera directamente relacionada con la conjetura de
Goldbach, a excepción únicamente de aquellas que no podía reducir más allá de
un mínimo necesario, como dar clases y dormir. Sin embargo, acabó reduciendo
las horas de sueño por debajo de ese mínimo. La ansiedad constante le produjo
insomnio, un trastorno agravado por el consumo de café, que es el combustible
de los matemáticos. Con el tiempo, la obsesión constante por la conjetura no le
permitió un solo momento de paz. Conciliar o mantener el sueño era cada vez más
difícil y a menudo tenía que recurrir a los somníferos. Del uso ocasional pasó
al uso continuado, y comenzó a subir las dosis de manera alarmante, hasta
adquirir dependencia, y todo ello sin ningún efecto benéfico.
Por esa época aproximadamente recibió un inesperado estímulo
en la misteriosa forma de un sueño. A pesar de su total escepticismo ante los
fenómenos sobrenaturales, Petros lo vio como un hecho profético, un buen
presagio llegado directamente del Paraíso Matemático.
No es inusual que los científicos abstraídos en un problema
de difícil solución continúen elucubrando durante el sueño. Y aunque Petros
nunca tuvo el honor de recibir visitas nocturnas de la Namakiri de Ramanujan ni
de ninguna otra deidad que le hiciera revelaciones (un hecho que no debe
sorprendernos, habida cuenta de su profundo agnosticismo), un año después de
volcarse de lleno a la conjetura empezó a tener ocasionales sueños matemáticos.
De hecho, sus primeras visiones de la dicha amorosa en brazos de la «amada
Isolda» se espaciaron, dando paso a sueños con los números pares, que aparecían
personificados como parejas de gemelos. éstos representaban complicadas y
sobrenaturales pantomimas, una especie de coro silencioso de los números
primos, que eran peculiares seres hermafroditas y semihumanos. A diferencia de
los mudos números pares, los primos a menudo hablaban entre sí, casi siempre en
un lenguaje ininteligible, mientras interpretaban absurdos pasos de baile.
(Según admitió él mismo, la coreografía del sueño podía estar inspirada en una
representación de La consagración de la primavera, de Stravinskí, a la que
Petros había asistido poco después de llegar a Múnich, cuando aún tenía tiempo
para esas banalidades.) Los curiosos seres sólo hablaban en casos excepcionales
y siempre en griego clásico, acaso como tributo a Euclides, que les había
atribuido la infinitud. Incluso cuando sus parloteos tenían algún significado
lingüístico, el contenido matemático era trivial o absurdo. Petros recordaba
específicamente una de sus frases: hapantes protoi perittoi, que significa
«todos los primos son impares», una proposición claramente falsa. (Según otra
acepción de la palabra perittoi, también podría significar «todos los primos
son inútiles», una interpretación que, curiosamente, nunca se le ocurrió a mi
tío.)
Sin embargo, en unos pocos casos los sueños tuvieron alguna
utilidad y Petros logró deducir de las palabras de los protagonistas pistas que
condujeron sus investigaciones hacia caminos interesantes e inexplorados9.
El sueño que mejoró su ánimo se produjo pocas noches después
de que Petros obtuviera su segundo resultado importante. No fue un sueño
específicamente matemático, sino laudatorio, y consistió en una única imagen,
un reluciente tableau vivant de una belleza extraordinaria. Leonhard Euler
aparecía en un extremo y Christian Goldbach (aunque nunca había visto un
retrato suyo, supo de inmediato que se trataba de él) en el otro. Los dos
hombres sujetaban una corona de oro sobre la cabeza de una figura central, que
era nada más y nada menos que él mismo, Petros Papachristos. La tríada
proyectaba una aureola de luz cegadora.
El mensaje del sueño no podía ser más claro: Petros
conseguiría probar la conjetura de Goldbach.
Animado por el cariz glorioso de esta visión, volvió a
adoptar una actitud optimista y se entregó a su tarea con renovado vigor.
Concentraría todas sus fuerzas en la investigación, decidió. No se permitiría
la mínima distracción.
Los molestos trastornos gastrointestinales que padecía desde
hacía algún tiempo como consecuencia de la constante y autoimpuesta tensión
(por una misteriosa coincidencia casi todos se presentaban cuando debía cumplir
sus obligaciones académicas) le proporcionaron la excusa que necesitaba.
Respaldado por el informe de un especialista fue a ver al rector de la facultad
de Matemáticas y solicitó una excedencia sin sueldo de dos años.
Al parecer, el rector, que era un matemático mediocre pero
un feroz burócrata, estaba esperando la ocasión para despacharse a gusto con el
profesor Papachristos.
—He leído la recomendación de su médico, Herr profesor -dijo
con aspereza-. Por lo visto, como muchos de nuestros académicos padece usted de
gastritis, un trastorno que no es precisamente mortal. ¿No cree que solicitar
una excedencia de dos años es una medida un tanto exagerada?
—Bueno, Herr rector -balbuceó Petros-, también da la
casualidad de que estoy en un punto decisivo de mi investigación y creo que
podría terminarla durante el período de excedencia.
El rector pareció sinceramente sorprendido.
—¿Investigación? ¡Vaya, no sabía nada al respecto! Verá, el
hecho de que no haya publicado nada en todos los años que lleva con nosotros ha
inducido a sus colegas a pensar que no realizaba ninguna actividad científica.
Petros sabía que la pregunta siguiente era inevitable.
—A propósito, ¿cuál es exactamente el tema de su
investigación, Herr profesor?
—Bueno -respondió Petros con humildad-, estoy investigando
algunos problemas sobre la teoría de números.
El rector, un hombre eminentemente práctico, consideraba que
la teoría de números constituía una pérdida de tiempo, ya que era imposible
aplicar sus resultados en las ciencias físicas. Su campo de interés eran las
ecuaciones diferenciales, y cuando el inventor del «método Papachristos» había
ingresado en la facultad, había acariciado la esperanza de publicar algún
trabajo con él, algo que, naturalmente, no había sucedido.
—¿Se refiere a teoría de números en general, Herr profesor?
Petros soportó durante un rato el juego del gato y el ratón,
respondiendo con evasivas a las preguntas sobre su verdadero objeto de estudio.
Sin embargo, cuando advirtió que no tenía ninguna esperanza de salir airoso a
menos que convenciera al rector de la importancia de su trabajo, le reveló la
verdad.
—Estoy trabajando en la conjetura de Goldbach, Herr rector.
Pero por favor, no se lo diga a nadie.
El rector quedó atónito.
—¿Ah, sí? ¿Y qué tal le va?
—Lo cierto es que bastante bien.
—Eso significa que ha obtenido resultados intermedios
interesantes, ¿me equivoco?
Petros se sintió como si caminara en la cuerda floja.
—Bueno… eh… -Se movió en el asiento, sudando profusamente-.
De hecho, Herr rector, creo que estoy a un paso de la prueba. Si me concediera
una excedencia sin sueldo durante dos años, trataría de completar mi trabajo.
Naturalmente, el rector conocía la conjetura de Goldbach,
¿quién no? A pesar de que pertenecía al misterioso mundo de la teoría de
números, se trataba de un problema extremadamente famoso, lo que constituía una
ventaja. El éxito del profesor Papachristos (que al fin y al cabo tenía fama de
ser un genio) honraría a la universidad, la facultad de Matemáticas y, desde
luego, al propio rector. Después de sopesar el asunto por unos instantes, el
rector sonrió de oreja a oreja y respondió que no se opondría a la solicitud.
Cuando Petros fue a verlo para despedirse y darle las
gracias, el rector se mostró especialmente cordial.
—Buena suerte con la conjetura, Herr profesor. Espero que
vuelva con excelentes resultados.
Tras asegurarse su período de gracia de dos años, Petros se
mudó a las afueras de Innsbruck, en el Tirol austriaco, donde había alquilado
una casa pequeña. La única dirección que dejó para su correspondencia fue un
apartado de correos. En su nuevo y temporal refugio, era un completo
desconocido. Allí no tendría que temer las pequeñas distracciones de Múnich,
como un encuentro casual con un conocido en la calle o la solicitud de su ama
de llaves, a quien dejó a cargo del apartamento vacío. El aislamiento sería
absoluto.
Durante su estancia en Innsbruck, se produjo un cambio en la
vida de Petros que tendría un efecto positivo en su estado de ánimo y,
consecuentemente, en su trabajo: descubrió el ajedrez.
Una tarde, mientras daba su acostumbrado paseo, se detuvo a
beber algo caliente en una cafetería que resultó ser el punto de encuentro del
club local de ajedrez. En la infancia le habían enseñado las reglas del ajedrez
y había jugado algunas partidas, pero hasta aquel día no había advertido su
profundidad. Mientras bebía una taza de chocolate caliente, le llamó la
atención una partida que se desarrollaba en la mesa contigua y la siguió con
creciente interés. La tarde siguiente, y la siguiente, sus pasos lo llevaron al
mismo lugar. Aunque al principio se limitaba a observar, poco a poco comenzó a
apreciar la fascinante lógica del juego.
Después de unas pocas visitas aceptó una invitación a jugar.
Perdió, un hecho que acicateó su espíritu competitivo, sobre todo cuando
descubrió que su contrincante era un simple vaquero. Pasó la noche siguiente en
vela, recreando los movimientos en su mente y tratando de identificar sus
errores. Durante los días siguientes perdió algunas partidas más, pero por fin
ganó una y experimentó una alegría inmensa, un sentimiento que lo animó a
buscar nuevas victorias.
Con el tiempo se convirtió en parroquiano de la cafetería y
se unió al club de ajedrez. Uno de los miembros le habló del extraordinario
cúmulo de conocimientos sobre el tema de los primeros movimientos de las
partidas, conocido también como «teoría de la apertura». Petros pidió prestado
un libro sobre los rendimientos del juego y compró el tablero de ajedrez que
seguía usando en la vejez en su casa de Ekali. Siempre había trasnochado, pero
en Innsbruck no lo hacía a causa de la conjetura de Goldbach. Con las piezas de
ajedrez dispuestas ante él y el libro en la mano, pasaba las horas previas al
sueño aprendiendo las aperturas básicas, la Ruy López, la llamada del rey, el
gambito de la reina, la defensa siciliana.
Con la ayuda de estos conocimientos teóricos empezó a ganar
con mayor frecuencia, lo que le producía una profunda satisfacción. De hecho,
haciendo gala del fanatismo típico de los neoconversos, durante un tiempo se
pasó de la raya y robó tiempo a sus investigaciones matemáticas para dedicarlo
al ajedrez, yendo a la cafetería cada vez más temprano o incluso repasando las
jugadas del día anterior durante las horas en que aún había luz. Sin embargo,
pronto se disciplinó y restringió esa actividad a su salida nocturna y a una
hora aproximadamente en el estudio (para practicar una apertura o una jugada
famosa) antes de irse a la cama. A pesar de ello, cuando se marchó de Innsbruck
era el indiscutible campeón local.
El cambio que se produjo en la vida del tío Petros como
consecuencia del ajedrez fue notable. Desde el momento en que había decidido
dedicarse a probar la conjetura de Goldbach, de lo que ya hacía unos diez años,
casi no se había dado un momento de descanso o distracción. Sin embargo, para
un matemático es absolutamente esencial sustraerse temporalmente de la tarea
que tiene entre manos. Para asimilar el trabajo y elaborar sus resultados en un
nivel inconsciente, la mente necesita tanto del esfuerzo como del ocio. Del
mismo modo que una investigación que tenga por objeto conceptos matemáticos a
menudo produce efectos vigorizadores en un intelecto sosegado, también puede
volverse intolerable cuando el cerebro sufre la fatiga derivada de un esfuerzo
incesante.
Todos los matemáticos que el tío Petros conocía tenían su
propia forma de relajarse. Carathéodory, por ejemplo, se dedicaba a tareas
administrativas en la Universidad de Berlín. En cuanto a sus colegas de la
facultad de Matemáticas, algunos encontraban motivo de distracción en la
familia, otros en los deportes o asistiendo a representaciones teatrales,
conciertos o algún evento cultural de los muchos que Múnich ofrecía de manera
constante. Nada de todo esto, sin embargo, seducía a Petros (al menos hasta el
punto de hacerle olvidar la conjetura de Goldbach). En determinado momento
intentó leer relatos policíacos, pero una vez que hubo acabado con las hazañas
del ultrarracionalista Sherlock Holmes no encontró nada que atrajese su
interés. En cuanto a sus prolongadas caminatas vespertinas, definitivamente no
eran un modo de relajarse, y es que mientras el cuerpo hacía ejercicio, ya
fuese en la ciudad o en las afueras, junto a un lago tranquilo o en una acera
repleta de viandantes, su mente estaba completamente abstraída en la conjetura,
y el acto mismo de caminar no era más que una forma de concentrarse en su
investigación.
Para el tío Petros el ajedrez había sido como un regalo del
cielo. Al tratarse de un juego mental por naturaleza, la concentración es un
requisito indispensable en su práctica. A menos que el contrincante sea muy
inferior a él, y a veces aun así, el jugador no puede distraerse sin pagar las
consecuencias. Petros se enfrascó en el estudio de las partidas entre grandes
ajedrecistas (Steinitz, Alekhine, Capablanca) con una atención adquirida
durante sus investigaciones matemáticas. Mientras trataba de vencer a los
mejores jugadores de Innsbruck, descubrió que le resultaba posible olvidarse
por completo de Goldbach, aunque sólo fuera por unas horas. Para su sorpresa
cayó en la cuenta de que cada vez que se enfrentaba a un adversario, mientras estaba
en ello no pensaba más que en el ajedrez. El efecto era estimulante. La mañana
posterior a una partida difícil abordaba su trabajo con nuevos ánimos y la
mente clara; veía emerger conexiones y perspectivas inéditas justo cuando
empezaba a temer que estaba perdiendo facultades.
El efecto relajante del ajedrez también le ayudó a reducir
la dosis de somníferos. A partir de ese momento, si una noche lo asaltaba una
improductiva ansiedad causada por el trabajo sobre la conjetura y su mente
fatigada divagaba y daba vueltas en interminables laberintos matemáticos, se
levantaba de la cama, se sentaba ante el tablero de ajedrez y reproducía los
movimientos de una partida interesante. Mientras permanecía abstraído en ella
olvidaba por completo las matemáticas, los párpados comenzaban a pesarle y se
quedaba dormido en su sillón como un niño hasta la mañana siguiente.
Antes de que terminaran sus dos años de excedencia sin
sueldo, Petros tomó una decisión muy importante: publicaría sus dos
descubrimientos, el teorema de las particiones de Papachristos y el otro.
Es preciso recalcar que esta decisión no se debió a que
estuviera dispuesto a contentarse con menos. No se sentía derrotado ni había
renunciado al objetivo de demostrar la conjetura de Goldbach. Pero en Innsbruck
Petros había estudiado con calma los conocimientos que se tenían hasta el
momento sobre el problema. Había repasado los resultados obtenidos por otros
matemáticos antes que él y analizado sus propios progresos. Al volver sobre sus
pasos y evaluar con objetividad sus conquistas, dos cosas le parecieron
evidentes: a) sus dos teoremas sobre particiones eran resultados importantes
por sí mismos; b) no lo acercaban a la prueba de la conjetura, lo que significa
que su plan de ataque inicial no había dado resultado.
La serenidad intelectual que había alcanzado en Innsbruck se
tradujo en un descubrimiento fundamental: la falacia de su enfoque residía en
la adopción del método analítico. Ahora comprendía que el éxito de Hadamard y
De la Vallée-Pousin en la prueba del teorema de los números primos y, muy
especialmente, la autoridad de Hardy, lo habían desviado de su camino. En otras
palabras, se había dejado engañar por las exigencias de la moda matemática
(¡sí, tal cosa existe!), unas exigencias que no deberían tener mayor incidencia
en la Verdad Matemática que los anualmente cambiantes caprichos de los gurús de
la alta costura en el Ideal Platónico de la Belleza. Los teoremas que se
conciben mediante una prueba rigurosa son absolutos y eternos, pero en ningún
caso puede decirse lo mismo de los métodos empleados para llegar a ellos.
Representan elecciones que son, por definición, circunstanciales y por ello
cambian con tanta frecuencia.
A Petros su poderosa intuición le decía que el método
analítico se había agotado. Había llegado el momento de poner en práctica algo
nuevo o, para ser más precisos, algo viejo: un regreso al enfoque antiguo,
consagrado por la tradición, ante los secretos de los números. Llegó a la
conclusión de que la pesada responsabilidad de redefinir el curso de la teoría
de números descansaba sobre sus hombros: probar la conjetura de Goldbach
mediante las técnicas algebraicas elementales resolvería el asunto de una vez
para siempre.
Finalmente estaba en condiciones de dar a conocer al público
matemático sus dos primeros resultados, el teorema de particiones y el otro.
Dado que había llegado a ellos mediante el método analítico (que ya no le
parecía útil para probar la conjetura), su publicación dejaba de significar una
amenaza de inoportunas intrusiones en su investigación posterior.
Cuando regresó a Múnich, el ama de llaves se alegró de ver
al Herr profesor en tan buena forma. Dijo que casi no lo reconocía, pues estaba
«robusto, rebosante de salud».
Era mediados del verano y, libre de obligaciones académicas,
Petros empezó de inmediato a componer la monografía que presentaba sus dos
primeros teoremas con sus respectivas pruebas. Al ver una vez más que la
cosecha de sus diez años de trabajo con el método analítico tomaba una forma
concreta, con un comienzo, un medio y un fin, completa, presentada y
ordenadamente explicada, sintió una profunda satisfacción. Comprendió que
aunque no había conseguido probar la conjetura, había hecho un excelente
trabajo matemático. No cabía duda de que la publicación de los dos teoremas le
garantizaría sus primeros laureles. (Como ya hemos dicho, se mostraba
indiferente ante el interés por el método Papachristos para la solución de
ecuaciones diferenciales, un trabajo menor y orientado a las aplicaciones
prácticas.) Se permitió incluso agradables fantasías sobre lo que le reservaba
el destino. Casi podía ver las cartas entusiastas de sus colegas, las
felicitaciones de las autoridades de la facultad, las invitaciones a hablar
sobre sus descubrimientos en las grandes universidades. Hasta se imaginó
recibiendo honores y premios internacionales. ¿Por qué no?, ¡sus dos teoremas
los merecían!
Al comienzo del nuevo año académico (cuando todavía
trabajaba en su monografía), Petros se reincorporó a la docencia. Le sorprendió
descubrir que por primera vez disfrutaba de sus clases. El esfuerzo necesario
para clarificar y explicar conceptos a sus alumnos aumentaba su propia
comprensión y su disfrute del material que enseñaba. El rector de la facultad
de Matemáticas estaba satisfecho, no sólo porque los ayudantes y estudiantes
comentaban que el rendimiento de Petros había mejorado, sino, y sobre todo,
porque se decía que el profesor Papachristos estaba a punto de publicar una
monografía. Los dos años en Innsbruck habían valido la pena. Aunque por lo
visto el trabajo que iba a dar a conocer no contenía la prueba de la conjetura
de Goldbach, en la facultad se rumoreaba que presentaría resultados
extremadamente importantes.
Petros terminó su monografía de doscientas páginas poco después
de Navidad. Con la habitual aunque ligeramente hipócrita modestia de muchos
matemáticos al publicar resultados importantes, se titulaba «Algunas
observaciones sobre el problema de particiones». Petros la hizo mecanografiaren
la facultad y envió copias a Hardy y a Littlewood, supuestamente para que le
señalaran alguna incorrección o le dijeran si había cometido algún error
deductivo poco evidente. En realidad, sabía que no había incorrecciones ni
errores; sencillamente disfrutaba imaginando la sorpresa de los dos grandes
genios de teoría de números. De hecho, ya se recreaba en la admiración que les
produciría su hazaña.
Tras enviar el manuscrito, Petros decidió que merecía unas
pequeñas vacaciones antes de volver a entregarse por entero a la conjetura, de
modo que dedicó los días siguientes de forma exclusiva al ajedrez.
Se apuntó al mejor club de ajedrez de la ciudad, donde
descubrió con alegría que era capaz de vencer a casi todos los jugadores y
poner en aprietos a los pocos y selectos campeones a los que no podía superar
con facilidad. Descubrió una pequeña librería especializada, propiedad de un
entusiasta de los trebejos, donde compró gruesos volúmenes de teoría de
aperturas y descripciones de partidas. Ubicó el tablero que había comprado en
Innsbruck en una mesa pequeña delante de la chimenea, junto a un cómodo y
mullido sillón tapizado en terciopelo verde. Allí se reunía cada noche con sus
nuevas amigas blancas y negras.
Esta situación se prolongó durante casi dos semanas.
—Dos semanas muy felices -me dijo. La absoluta certeza de
que Hardy y Littlewood reaccionarían con entusiasmo ante su monografía
aumentaba la dicha que lo embargaba.
Sin embargo, la respuesta, cuando por fin llegó, fue
cualquier cosa menos entusiasta y puso un súbito punto final a la felicidad de
Petros. La reacción no era la que había previsto. En una nota bastante breve
Hardy le informaba de que su primer resultado importante (el que él había
bautizado en privado como teorema de particiones de Papachristos) había sido
descubierto dos años antes por un joven matemático austriaco. Hardy expresaba
asombro ante el hecho de que Petros no lo supiera, ya que su publicación había
causado sensación en el círculo de los teóricos de números y había
proporcionado fama a su joven autor. ¿Acaso no seguía los avances en ese campo?
En cuanto al segundo teorema, Ramanujan, en una de sus últimas y brillantes
corazonadas, había propuesto una versión general sin demostración en una carta
a Hardy desde India pocos días antes de su muerte en 1920. En los años
siguientes Hardy y Littlewood habían conseguido llenar las lagunas y habían
publicado su prueba en el número más reciente de las Actas de la Royal Society,
de las cuales adjuntaba un ejemplar.
Hardy terminaba su carta con una nota personal, expresando
su pesar a Petros por el giro que habían tomado los acontecimientos. También le
sugería, con la discreción propia de su estirpe y clase, que quizás en el
futuro le convendría mantener un contacto más estrecho con sus colegas
científicos. Si Petros hubiera llevado la vida normal de un investigador
matemático, señalaba Hardy, asistiendo a los congresos y debates
internacionales, carteándose con sus colegas, informándose de los progresos de
sus investigaciones y revelándoles los suyos, no habría llegado en segundo
lugar a esos dos descubrimientos, por lo demás extremadamente importantes. Si
continuaba con su voluntario aislamiento, era muy probable que ese «lamentable
incidente» se repitiese.
Mi tío se detuvo en este punto del relato. Llevaba varias horas
hablando, empezaba a oscurecer y el canto de los pájaros en el huerto se había
ido apagando poco a poco. Un solitario grillo rompía rítmicamente el silencio.
El tío Petros se levantó y fue con paso cansino a encender una lámpara, una
bombilla desnuda que proyectó una luz mortecina sobre el lugar donde estábamos
sentados. Mientras regresaba a mí lado, entrando y saliendo lentamente del
pálido resplandor amarillo y la violácea oscuridad, casi parecía un fantasma.
—Conque ésa es la explicación -murmuré cuando él volvió a
sentarse.
—¿Qué explicación? -preguntó con aire ausente.
Le conté que Sammy Epstein no había encontrado ninguna
mención a Petros Papachristos en el índice bibliográfico de teoría de números
aparte de la publicación conjunta con Hardy y Littlewood sobre la función ζ de
Riemann. También le hablé de la «teoría del agotamiento» que un «distinguido
catedrático» de la universidad había sugerido a mi amigo, y según la cual su
supuesta dedicación a la conjetura de Goldbach era una tapadera para ocultar su
inactividad.
Tío Petros rió con amargura.
—¡De eso nada! Era verdad, sobrino favorito. Puedes decirle
a tu amigo y a su «distinguido catedrático» que, en efecto, trabajé para probar
la conjetura de Goldbach… ¡mucho y durante largo tiempo! Sí, y obtuve
resultados intermedios, unos resultados importantes y maravillosos, pero no los
publiqué cuando debía y otros se me adelantaron. Por desgracia, en el mundo de
la ciencia no hay medalla de plata. El primero en anunciar y publicar un
descubrimiento se lleva toda la gloria. No queda nada para otros. -Hizo un
pausa-. Como dice el refrán, más vale pájaro en mano que ciento volando, y
mientras yo perseguía a los cien, perdí el que tenía…
Por alguna razón, no me pareció que la resignada serenidad
con que expresó esa conclusión fuese sincera.
—Pero, tío Petros -dije-, ¿no te sentiste terriblemente
frustrado al recibir la respuesta de Hardy?
—Claro que sí, y «terriblemente» es la palabra más precisa.
Estaba desesperado, lleno de ira, frustración y pena; incluso consideré
brevemente la posibilidad de suicidarme. Pero eso fue entonces, en otra vida,
cuando yo era otra persona. Ahora, cuando examino mi vida en retrospectiva, no
me arrepiento de nada de lo que hice ni de lo que no hice.
—¿No te arrepientes? ¿Quieres decir que no te pesa el haber
dejado escapar la oportunidad de hacerte famoso, de que te reconocieran como un
gran matemático?
Levantó un dedo en un ademán de advertencia.
—¡Un matemático muy bueno, quizá, pero no un gran
matemático! Había descubierto dos buenos teoremas, nada más.
—¡Eso no es moco de pavo!
Tío Petros negó con la cabeza.
—El éxito en la vida se mide con la vara de los objetivos
que te has fijado. Cada año en el mundo se publican miles de teoremas nuevos,
pero sólo un centenar por siglo hacen historia.
—Sin embargo, tío, tú mismo has dicho que tus teoremas eran
importantes.
—Piensa en aquel joven -repuso-, el austriaco que publicó
«mi» teorema de las particiones, porque todavía pienso en él como si me
perteneciese. ¿Acaso ese resultado lo puso a la altura de un Hilbert o un
Poincaré? Puede que consiguiera un pequeño hueco para su retrato en alguna sala
secundaria del Edificio de las Matemáticas, pero nada más. Tomemos como ejemplo
a Hardy y a Littlewood, ambos matemáticos de primera. Es probable que ellos
obtuvieran un puesto en la galería de personajes célebres, pero aun así no
lograron que les erigieran una estatua en la majestuosa entrada, junto a las de
Euclides, Arquímedes, Newton, Euler, Gauss… ésa era mi única aspiración, y
nada, excepto la demostración de la conjetura de Goldbach, que también
significaba desentrañar los misterios profundos de los números primos, podría
haberme llevado allí…
Le brillaban los ojos cuando con una profunda vehemencia,
concluyó:
—Yo, Petros Papachristos, un hombre que nunca publicó nada
de valor, pasaré a la historia de las matemáticas, o mejor dicho no pasaré a la
historia de las matemáticas, como alguien que no logró nada. Eso no me molesta,
¿sabes? No me arrepiento de nada. Jamás me habría contentado con la
mediocridad. Prefiero mis flores, mi huerto, mi tablero de ajedrez o la
conversación que estoy teniendo ahora contigo a una falsa inmortalidad, una
especie de nota a pie de página en la historia de las matemáticas. ¡Prefiero el
anonimato total!
Esas palabras reavivaron la chispa de mi admiración
adolescente hacia él y volví a verlo como el prototipo del héroe romántico.
—De modo que era una cuestión de todo o nada, ¿eh, tío?
Él asintió despacio.
—Sí, podría expresarse así.
—¿Y ése fue el final de tu vida creativa? ¿O alguna vez
volviste a trabajar en la conjetura de Goldbach?
Me miró con expresión de sorpresa.
—¡Claro que sí! De hecho, el trabajo más importante lo hice
después de aquello. -Sonrió-. Ya llegaremos a ese punto, mi querido muchacho.
No te preocupes, ¡en mi historia no habrá ignorabimus! -Rió con ganas de su
propio chiste, demasiado alto para mi gusto, se inclinó hacia mí y me preguntó
en voz baja-: ¿Has estudiado el teorema de la incompletitud de Gödel?
Sí -respondí-, pero no sé qué tiene que ver con…
Me atajó levantando una mano.
—Wir müssen
wissen, wir werden wissen! In der Mathematik gibt es kein ignorabimus
-declamó con estridencia, tan alto que su voz retumbó entre los pinos y regresó
para inquietarme. De inmediato se me cruzó por la cabeza la sugerencia de Sammy
de que podría estar loco. ¿Era probable que los recuerdos hubieran agravado su
estado, que hubieran terminado de desquiciarlo?
Fue un alivio que prosiguiera en un tono más normal.
—¡Debemos saber y sabremos! ¡En matemáticas no hay
ignorabimus! Eso dijo el gran David Hilbert en el Congreso Internacional de
Matemáticas de 1900, proclamando a las matemáticas como el paraíso de la Verdad
Absoluta. El sueño de Euclides, la visión de un todo coherente y completo.
El tío Petros reanudó su relato.
El sueño de Euclides había sido transformar una colección
arbitraria de observaciones numéricas y geométricas en un sistema perfectamente
articulado, en el que sería posible partir de verdades elementales aceptadas a
priori y progresar paso a paso aplicando operaciones lógicas para demostrar con
rigor todas las proposiciones verdaderas. Las matemáticas son como un árbol con
raíces firmes «los axiomas», un tronco fuerte «la demostración rigurosa» y
ramas que crecen constantemente y dan flores maravillosas «los teoremas». Los
modernos matemáticos, geómetras, teóricos de números, algebristas y los más
recientes analistas, topólogos, geómetras algebraicos, teóricos de grupos,
etcétera, los practicantes de todas las nuevas disciplinas que continúan
emergiendo en nuestros días (ramas nuevas del mismo y viejo árbol) nunca se han
desviado del camino del gran pionero: axiomas, pruebas rigurosas, teoremas.
Con una sonrisa amarga Petros recordó la insistente
exhortación de Hardy a cualquiera que le importunara con hipótesis (en especial
al pobre Ramanujan, cuya mente las producía como hierba en suelo fértil):
«¡Demuéstrela! ¡Demuéstrela!» De hecho, a Hardy le gustaba decir que si una
familia noble de matemáticos necesitara un lema heráldico, no habría otro mejor
que «quod erat demostrandum».
En 1910, durante el Segundo Congreso Internacional de
Matemáticas, celebrado en París, Hilbert anunció que había llegado el momento
de llevar el antiguo sueño a sus últimas consecuencias. A diferencia de
Euclides, los matemáticos modernos tenían a su disposición el lenguaje de la
lógica formal, que les permitía examinar con rigor las propias matemáticas. En
consecuencia, la sagrada trinidad de axiomas-pruebas rigurosas-teoremas debía
aplicarse no sólo a los números, formas e identidades algebraicas de las
diversas teorías matemáticas, sino también a las propias teorías. Al fin los
matemáticos podían demostrar con precisión lo que durante milenios había sido
su credo fundamental e incuestionable, el núcleo de su visión: que en
matemáticas toda proposición verdadera puede demostrarse.
Unos años después, Russell y Whitehead publicaron su
monumental Principia Mathematica, proponiendo por primera vez una forma
totalmente rigurosa de hablar de la deducción, la teoría de pruebas. Sin
embargo, aunque esta nueva herramienta traía consigo la gran promesa de una
respuesta definitiva a la propuesta de Hilbert, los dos lógicos ingleses no
consiguieron demostrar la importante propiedad. La «completitud de las teorías
matemáticas» (es decir, el hecho de que dentro de ellas toda proposición
verdadera es demostrable) todavía no ha sido probada, pero entonces nadie tenía
la menor duda de que un día cercano se conseguiría. Los matemáticos seguían
creyendo, igual que Euclides, que habitaban el Reino de la Verdad Absoluta. La
victoriosa proclama que se oyó en el congreso de París «debemos saber y
sabremos, en matemáticas no hay ignorabimus» aún constituía el único artículo
de fe indiscutible de todo matemático.
Interrumpí esta exaltada excursión histórica:
—Todo eso lo sé, tío. Naturalmente, cuando acepté tu
sugerencia de estudiar el teorema de Gödel necesité informarme de sus
antecedentes.
—No es cuestión de antecedentes -me corrigió-, sino de
psicología. Tienes que comprender el clima emocional en el que trabajaban los
matemáticos en aquellos días felices, antes de Kurt Gödel. Me has preguntado de
dónde saqué valor para continuar después de mi gran decepción. Bien, ésta es la
explicación…
A pesar de que no había conseguido demostrar la conjetura de
Goldbach, el tío Petros estaba convencido de que ese objetivo estaba a su
alcance. Como heredero espiritual de Euclides, su fe era inquebrantable. Dado
que casi con seguridad la conjetura era cierta (nadie, excepto Ramanujan,
guiado por su vago «pálpito», había dudado seriamente de ello), la prueba
existía en alguna parte y en alguna forma.
Prosiguió con un ejemplo.
—Supón que un amigo te dice que ha perdido una llave en
algún lugar de la casa y te pide que lo ayudes a buscarla. Si crees que su
memoria es irreprochable y confías plenamente en su honestidad, ¿qué significa
eso?
—Significa que en efecto ha perdido la llave en algún lugar
de la casa.
—¿Y si además te dijera que desde ese momento nadie ha
entrado en la casa?
—Entonces podríamos dar por sentado que nadie la había
sacado de allí.
—¿Ergo?
—Ergo, la llave sigue ahí y si la buscamos durante el tiempo
suficiente, habida cuenta de que la casa es finita, tarde o temprano la
encontraremos.
Mi tío aplaudió.
—¡Excelente! Es precisamente esa certeza la que reavivó mi
optimismo. Después de recuperarme de mi primera decepción, una mañana me
levanté y me dije: «¡Qué demonios! ¡La prueba sigue ahí, en alguna parte!»
—¿Y entonces?
—Entonces, jovencito, puesto que la prueba existía, no me
quedaba más remedio que encontrarla.
Ese razonamiento me desconcertó.
—No entiendo cómo es posible que esa certeza te consolara,
tío Petros. El hecho de que existiera una prueba no significaba que tú fueras
capaz de descubrirla.
Me fulminó con la mirada por no ver lo evidente.
—¿Acaso había en todo el mundo una persona mejor preparada
para hacerlo que yo, Petros Papachristos?
Estaba claro que se trataba de una pregunta retórica, de
modo que no me molesté en contestarla. El Petros Papachristos a quien se
refería era un hombre diferente del modesto y reservado anciano a quien yo
conocía desde la infancia.
Por supuesto, había tardado algún tiempo en recuperarse
después de leer la carta de Hardy y sus desmoralizadoras noticias. Pero se recuperó.
Se armó de valor y, con renovado optimismo gracias a la creencia de «la
existencia de la prueba en algún lugar», reanudó su cruzada, ahora convertido
en un hombre ligeramente distinto. Su infortunio, al revelar un elemento de
vanidad en su búsqueda maníaca, le había proporcionado cierto grado de paz
interior, la sensación de que la vida continuaba al margen de lo que ocurriera
con la conjetura de Goldbach. Su plan de trabajo se volvió algo más laxo y los
interludios dedicados al ajedrez también ayudaron a que su mente se
tranquilizara a pesar de los esfuerzos constantes.
Por otra parte, el paso al método algebraico, que ya había
decidido en Innsbruck, le hizo sentir una vez más el entusiasmo de un nuevo
comienzo, la emoción de penetrar en territorio virgen.
Durante cien años, desde la publicación de la monografía de
Riemann a mediados del siglo XIX, el enfoque dominante en teoría de números
había sido analítico. Al decidir recurrir al antiguo enfoque elemental, mi tío
se puso a la vanguardia de una importante regresión, si se me permite la
paradoja. Los historiadores de las matemáticas harían bien en recordarlo por
esta razón, si no por otras partes de su trabajo.
(En este punto habría que recalcar que, en el contexto de la
teoría de números, la palabra «elemental» no puede en modo alguno considerarse
sinónimo de «simple» y mucho menos de «fácil». Sus técnicas dieron como fruto
los grandes resultados obtenidos por Diofanto, Euclides, Fermat, Gauss y Euler,
y sólo son elementales en el sentido de que derivan de los elementos de las
matemáticas, las operaciones aritméticas básicas y los métodos del álgebra para
los números reales. A pesar de la eficacia de las técnicas analíticas, el
método elemental permanece más cercano a las propiedades fundamentales de los
números enteros y los resultados que se obtienen mediante su uso son, de una
manera intuitiva, más claros y profundos para el matemático.)
En Cambridge se había corrido la voz de que Petros
Papachristos, el catedrático de la Universidad de Múnich, había tenido mala
suerte al posponer la publicación de un trabajo muy importante. Otros teóricos
de números comenzaron a consultarlo. Lo invitaron a sus reuniones, a las que a
partir de ese momento siempre asistió, animando su vida monótona con viajes ocasionales.
La noticia de que estaba trabajando en la difícil conjetura de Goldbach (esta
vez filtrada por el rector de la facultad de Matemáticas) hizo que sus colegas
lo miraran con una mezcla de admiración y pena.
Aproximadamente un año después de regresar a Múnich, durante
un congreso internacional, se encontró con Littlewood.
—¿Qué tal va su trabajo sobre Goldbach, amigo? -le preguntó
a Petros.
—Sigo en ello.
—¿Es cierto que está usando métodos algebraicos, como he
oído?
—Así es.
Littlewood expresó sus dudas y Petros se sorprendió a sí
mismo hablando libremente del contenido de su investigación.
—Después de todo, Littlewood. -concluyó-, conozco el
problema mejor que nadie. Mi intuición me dice que la verdad expresada por la
conjetura es tan esencial que sólo el método elemental podrá revelarla.
Littlewood se encogió de hombros.
—Respeto su intuición, Papachristos, pero usted está
totalmente aislado. Sin un intercambio constante de ideas, es posible que acabe
batallando con fantasmas y que ni siquiera se dé cuenta de ello.
—¿Qué me recomienda entonces? ¿Que publique informes
semanales sobre los progresos de mi investigación? -bromeó Petros.
—Escuche -dijo Littlewood con seriedad-, debería encontrar
unas cuantas personas en cuyos juicio e integridad confíe. Comience a
compartir, intercambie ideas, amigo.
Cuanto más pensaba Petros en esa sugerencia, más sentido le
encontraba. Para su sorpresa advirtió que, lejos de asustarlo, la perspectiva
de discutir los progresos de su trabajo lo llenaba ahora de placentera
expectación. Naturalmente, su público tendría que ser pequeño, muy pequeño. Si
debía estar formado por personas «en cuyos juicio e integridad confiara», sólo
podría consistir en dos personas: Hardy y Littlewood.
Reanudó con ellos la correspondencia que había interrumpido
un par de años después de salir de Cambridge. Aunque no lo dijo expresamente,
insinuó la posibilidad de concertar una reunión durante la cual presentaría su
trabajo. Cerca de la Navidad de 1931, recibió una invitación para pasar el año
siguiente en el Trinity College. Sabía que, puesto que llevaba mucho tiempo
ausente del mundo matemático, Hardy debía de haber usado toda su influencia
para conseguir esa oferta. La gratitud, combinada con la estimulante
perspectiva de un intercambio creativo con los dos grandes teóricos de números,
lo indujo a aceptar la invitación de inmediato.
Petros describió sus primeros meses en Inglaterra, durante
el año académico 1932-1933, como probablemente los más felices de su vida. Los
recuerdos de su primera estancia allí, quince años antes, llenaron sus días en
Cambridge del entusiasmo de la juventud, cuando la posibilidad del fracaso aún
no lo acuciaba.
Poco después de llegar, presentó un resumen de su trabajo
con el método algebraico a Hardy y Littlewood, lo que le permitió disfrutar,
después de más de una década, del reconocimiento de sus colegas. Pasó varias
mañanas ante la pizarra del despacho del primero detallando sus progresos de
los tres últimos años, desde que había tomado la drástica decisión de abandonar
el método analítico. Sus dos distinguidos colegas, que al principio se
mostraron extremadamente escépticos, comenzaron a ver algunas de las ventajas
de su enfoque; aunque Littlewood se mostró más entusiasmado que Hardy.
—Debe de saber -dijo el segundo- que está corriendo un
enorme riesgo. Si no consigue llevar este enfoque hasta el final, sacará poco o
nada de provecho. Los resultados de divisibilidad intermedios, aunque
admirables, ya no interesan a nadie. A menos que logre convencer a la gente de
que pueden resultar útiles para probar teoremas importantes, como la conjetura,
no valen mucho por sí mismos.
Como de costumbre, Petros era consciente de los riesgos que
corría.
—Sin embargo, algo me dice que está en el buen camino -lo
animó Littlewood.
—Sí -convino Hardy-, pero por favor, dese prisa,
Papachristos, antes de que su mente empiece a pudrirse como la mía. Recuerde
que a su edad Ramanujan llevaba cinco años muerto.
La primera presentación de su trabajo había tenido lugar a
principio del trimestre de otoño, mientras las hojas doradas caían al otro lado
de las ventanas góticas. Durante los meses de invierno siguientes, el trabajo
de mi tío avanzó más que nunca. Fue en ese momento cuando también empezó a usar
el método que él denominaba «geométrico».
Comenzó por representar todos los números compuestos (es
decir, no primos) mediante puntos en un paralelogramo, con el divisor primo más
bajo como base y el cociente del número junto a él, como altura. Por ejemplo,
el número 15 se representa por filas de 3 × 5; el 25, por filas de 5 × 5, y el
35 por filas de 5 × 7.
Mediante este método, todos los números pares se representan
en columnas dobles, como 2 × 2, 2 × 3, 2 × 4, 2 × 5, etcétera.
Los primos, por el contrario, dado que no tienen divisores
enteros, se representan mediante filas simples, por ejemplo, 5, 7, 11.
Petros empleó las percepciones tomadas de esta comparación
elemental geométrica para sacar conclusiones de la teoría de números.
Después de Navidad, presentó sus primeros resultados. Dado
que en lugar de emplear lápiz y papel usó judías para trazar sus dibujos en el
suelo del despacho de Hardy, el nuevo enfoque provocó elogios burlones por
parte de Littlewood. Aunque éste admitió que el «célebre método de las judías
de Papachristos» le parecía de alguna utilidad, Hardy estaba francamente
molesto.
—Judías! -exclamó-. Hay una gran diferencia entre los
términos «elemental» e «infantil»… No lo olvide, Papachristos, esta condenada
conjetura es difícil; si no lo fuera, el propio Goldbach la habría probado.
A pesar de todo, Petros confiaba en su intuición y achacó la
reacción de Hardy al «estreñimiento intelectual de la vejez» (palabras
textuales).
—Las grandes verdades de la vida son simples -dijo más tarde
a Littlewood, mientras tomaban té en sus habitaciones.
Éste discrepó, recordándole la prueba extremadamente
compleja del teorema de los números primos de Hadamard y De la Vallée-Pousin.
Luego le hizo una propuesta:
—¿Qué le parecería hacer un poco de matemáticas de verdad,
amigo? Llevo un tiempo trabajando en el décimo problema de Hilbert, la
solubilidad de las ecuaciones de Diofanto. Tengo una idea que me gustaría poner
a prueba, pero me temo que necesitaría ayuda con el álgebra. ¿Cree que podría
echarme una mano?
Littlewood, sin embargo, tendría que buscar ayuda con el
álgebra en otra parte. Aunque la confianza de su colega en él halagó la vanidad
de Petros, éste rechazó la propuesta de plano. Estaba entregado por entero a la
conjetura, dijo, demasiado enfrascado en ella para ocuparse productivamente de
algo más.
Su fe, respaldada por un pálpito pertinaz, en el (según
Hardy) «infantil» método geométrico era tan grande, que por primera vez desde
que había empezado a trabajar en la conjetura Petros tenía la sensación de que
estaba a un paso de hallar la prueba. Incluso durante unos pocos y emocionantes
minutos de una soleada tarde de enero tuvo la fugaz ilusión de que lo había
logrado… Por desgracia, en un examen más riguroso detectó un error pequeño pero
crucial.
(Debo confesar, querido lector, que muy a mi pesar en este
punto del relato sentí un estremecimiento de perversa satisfacción. Recordé el
verano que había pasado en Pylos unos años antes, cuando yo también creí
durante unos días que había descubierto la prueba de la conjetura de Goldbach,
aunque entonces no conocía su nombre.)
A pesar de su gran optimismo, las ocasionales crisis de
inseguridad de Petros, que a veces rayaban en la desesperación (sobre todo
después de que Hardy se mofara del método geométrico), se hicieron más
acuciantes que nunca. Pero no consiguieron desanimarlo. Luchaba contra ellas
atribuyéndolas a la angustia que inevitablemente precedía a un triunfo
importante, a los dolores de parto previos a un magnífico alumbramiento. Al fin
y al cabo, antes del alba la noche es sólo oscuridad. Petros estaba convencido
de que se encontraba en la recta final. Un último y enérgico esfuerzo era lo
único que necesitaba para alcanzar la percepción definitiva y brillante que
todavía se le escapaba.
Entonces habría llegado a la gloriosa meta…
El primer presagio de la rendición de Petros Papachristos,
del fin de sus desvelos por demostrar la conjetura de Goldbach, se presentó en
un sueño que tuvo en Cambridge, poco después de Navidad. Al principio no
comprendió el verdadero significado de esa señal.
Como muchos matemáticos que trabajan durante largos períodos
con problemas aritméticos básicos, Petros había adquirido la cualidad
denominada «de amistad con los enteros», esto es, un conocimiento profundo de
la idiosincrasia y las peculiaridades de miles de números específicos. He aquí
algunos ejemplos: un «amigo de los enteros» identificará de inmediato como
primos los números 199, 457 o 1009. De manera automática asociará el 220 con el
284, puesto que están ligados por una relación atípica (la suma de los
divisores enteros de cada uno es igual a la del otro). Leerá con naturalidad el
256 como «2 a la octava potencia», que como bien sabe está seguido por un
número de gran interés histórico, dado que el 257 puede expresarse como 223 +
1, y una hipótesis sostenía que todos los números de la forma 22n + 1 eran
primos10.
Aparte de sí mismo, el primer hombre a quien mi tío conoció
que poseyera esta cualidad (y extraordinariamente desarrollada) era Srinivasa
Ramanujan. Petros la había visto demostrada en muchas ocasiones, y a mí me
contó esta anécdota11:
Un día de 1918, él y Hardy fueron a visitar al matemático
indio al sanatorio donde estaba ingresado. Para romper el hielo, Hardy mencionó
que el taxi que los había llevado allí tenía el número de matrícula 1729, que
él, personalmente, encontraba «bastante aburrido». Después de reflexionar
apenas unos instantes, Ramanujan replicó con vehemencia:
—No, no, Hardy. Es un número muy interesante; de hecho, es
el entero más pequeño que puede expresarse de dos maneras diferentes como la
suma de dos cubos12.
Durante los años en que Petros trabajó en la conjetura con
el método elemental, su «amistad con los enteros» se desarrolló hasta extremos
extra-ordinarios. Al cabo de un tiempo los números dejaron de ser para él
entidades inanimadas; cobraron vida, cada uno de ellos con una personalidad
diferente. De hecho, junto con la certeza de que la solución existía en algún
lugar, tal facultad reafirmó su decisión de perseverar durante los momentos más
difíciles; en sus propias palabras, siempre que trabajaba con números enteros
se sentía «entre amigos».
Esta familiaridad provocó la afluencia de determinados
números en sus sueños. De entre la masa anónima y anodina de enteros que hasta
el momento había poblado sus representaciones oníricas, empezaron a emerger
actores individuales, incluso, en ocasiones, protagonistas. El 65, por ejemplo,
por alguna misteriosa razón aparecía como un caballero de la City con bombín,
siempre acompañado de uno de sus divisores primos, el 13, una especie de duende
ágil y extraordinariamente veloz. El 333 era un rechoncho holgazán que le
quitaba de la boca alimentos a sus hermanos 222 y 111, mientras que el 8 191,
conocido como el «número primo de Mersenne», lucía invariablemente el atuendo
de un gamin francés, incluso con el cigarrillo Gauloise entre los labios.
Algunas de sus visiones eran graciosas y placenteras; otras,
indiferentes, y las había más repetitivas y fastidiosas. Sin embargo, ciertos
sueños matemáticos sólo podían calificarse de pesadillas, si no por su cariz
aterrador y angustioso, al menos por su profunda e infinita tristeza. Aparecían
números pares específicos, personificados como parejas de gemelos. (Recordemos
que un número par siempre tiene la forma de 2k, esto es, la suma de dos enteros
iguales.) Los gemelos lo miraban fijamente, inmóviles e inexpresivos, pero en
sus ojos había una angustia que, aunque muda, era intensa; la angustia de la
desesperación. Si hubieran podido hablar, con toda seguridad habrían dicho:
«¡Ven, por favor! ¡Date prisa! ¡Libéranos!»
Una variación de estas tristes apariciones despertó a Petros
una noche de finales de enero de 1933. Fue el sueño que más adelante bautizaría
con el nombre de «el heraldo de la derrota».
Soñó con 2100 (dos a la centésima potencia, un número
enorme) personificado en dos jovencitas idénticas, pecosas y bellísimas, que lo
miraban fijamente con sus ojos oscuros; pero esta vez no había únicamente
tristeza en su mirada, como en las visiones anteriores de los enteros, sino
también ira, odio incluso. Después de contemplarlo durante largo rato (lo que
habría bastado para calificar al sueño de pesadilla) una de las gemelas negó
con la cabeza con movimientos enérgicos y bruscos. Su boca se crispó en una
sonrisa perversa, con la expresión de crueldad de una amante rechazada. «Nunca
nos alcanzarás», murmuró.
En ese momento Petros saltó de la cama, empapado en sudor.
Las palabras que había pronunciado 299 (que es la mitad de 2100) sólo podían
significar una cosa: él no estaba destinado a demostrar la conjetura de
Goldbach. Naturalmente, Petros no era una vieja supersticiosa para dar crédito
a los augurios, pero el profundo agotamiento de tantos años de trabajo
infructuoso empezaba a cobrarse su tributo. Sus nervios no eran tan fuertes
como antes y el sueño lo inquietó de manera inaudita.
Incapaz de volver a dormirse, salió a caminar por las
oscuras y brumosas calles para liberarse de esa angustiosa sensación.
Al alba, mientras paseaba entre los antiguos edificios de piedra,
oyó que, a su espalda, unos pasos se aproximaban a él. Le asaltó el pánico y se
volvió con brusquedad. Un hombre joven, vestido con ropa deportiva, surgió de
la bruma, corriendo con energía, lo saludó y desapareció otra vez; su
respiración rítmica se apagó gradualmente hasta que volvió a reinar un silencio
absoluto.
Todavía alterado por la pesadilla, Petros no estaba seguro
de si esa imagen había sido real o un remanente de su mundo onírico. Sin
embargo, cuando pocos meses después el mismo hombre se presentó en sus
habitaciones del Trinity College con una misión fatídica, lo identificó en el
acto como el corredor del amanecer. Después de que se hubo marchado, Petros
pensó que su primer encuentro con él al alba había sido una críptica y ominosa
advertencia, puesto que se había producido inmediatamente después de su visión
del 2100, con su mensaje de derrota.
El fatídico encuentro se produjo pocos meses después del
primero. En su diario, Petros señala la fecha exacta con un lacónico
comentario, la primera y última referencia cristiana que encontré en sus
páginas: «17 de marzo de 1933. Teorema de Kurt Gödel. ¡Ruego que María, Madre
de Dios, tenga compasión de mí!»
Sucedió a última hora de la tarde. Petros había pasado el
día en sus habitaciones y se encontraba sentado en el borde del sillón,
estudiando los paralelogramos de judías que había dispuesto en el suelo frente
a él, abstraído en sus pensamientos, cuando oyó un golpe en la puerta.
—¿Profesor Papachristos?
Se asomó una cabeza rubia. Petros tenía una excelente
memoria visual y de inmediato reconoció al joven corredor, que le pidió mil
disculpas por molestarlo.
—Por favor, perdone mi intromisión, profesor -dijo-, pero
estoy desesperado por obtener su ayuda.
Petros se sorprendió, pues creía que su presencia en
Cambridge había pasado completamente inadvertida. No era famoso, ni siquiera
muy conocido, y salvo en el club de ajedrez de la universidad, al que acudía
casi cada noche, no había cambiado más de un par de palabras con nadie, aparte
de Hardy y Littlewood, en su estancia allí.
—¿Mi ayuda? ¿Para qué?
—Para descifrar un texto alemán difícil -respondió el
joven-, un texto de matemáticas. -Se disculpó otra vez por robarle su precioso
tiempo para una tarea tan humilde. Sin embargo, ese artículo en particular
tenía tanta importancia para él, que al enterarse de que un importante
matemático había llegado al Trinity College desde Alemania no había podido
resistir la tentación de pedirle ayuda para traducirlo.
La actitud del joven reflejaba una ansiedad tan infantil que
Petros no encontró el modo de negarse.
—Será un placer ayudarle si puedo. ¿A qué campo pertenece el
artículo?
—Lógica formal, profesor. Los Grundlagen, los fundamentos de
las matemáticas.
Petros experimentó un gran alivio al descubrir que no se
trataba de teoría de números. Por un instante había temido que el joven
desconocido quisiera sonsacarle datos sobre su trabajo en la conjetura de
Goldbach con la excusa de sus dificultades con la lengua. Dado que casi había
terminado con el trabajo del día, le dijo al visitante que se sentara.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Mi nombre es Alan Turing, profesor. Soy estudiante de
licenciatura.
Turing le entregó la revista que contenía el artículo que le
interesaba, abierta en la página indicada.
—Ah, el Monatshefte für Mathematik und Physik -dijo Petros-.
La Revista Mensual de Matemáticas y Física, una publicación muy prestigiosa.
Veo que el título del artículo es «Über formal unentscheidbare Sätze der
Principia Mathematica und verwandter Systeme». Eso significa… Veamos…«Sobre
sentencias formalmente indecidibles de Principia Mathematica y sistemas
afines.» El autor es Kurt Gödel, de Viena. ¿Es muy conocido en su campo? Turing
lo miró sorprendido.
—No me dirá que no ha oído hablar de este artículo,
profesor, ¿verdad?
Petros sonrió.
—Estimado joven, las matemáticas también han sido infectadas
por la peste moderna de la superespecialización. Me temo que no tengo la menor
idea de lo que se hace en lógica formal, ni en ningún otro campo ajeno al mío.
En consecuencia, fuera de la teoría de números, soy un completo ignorante.
—Pero, profesor -protestó Turing-, el teorema de Gödel
interesa a todos los matemáticos, y en especial a los teóricos de números. Su
primera aplicación es la base misma de la aritmética, el sistema axiomático de
Peano-Dedekind.
Para sorpresa de Turing, Petros tampoco sabía gran cosa del
sistema axiomático de Peano-Dedekind. Como la mayoría de los matemáticos
dedicados a la investigación, consideraba que la lógica formal, la disciplina
cuyo principal tema de estudio son las propias matemáticas, era demasiado
minuciosa y probablemente innecesaria. Veía los incansables intentos de fijar
fundamentos rigurosos y el examen exhaustivo de los principios básicos casi
como una pérdida de tiempo. El dicho popular según el cual «si algo funciona,
mejor no tocarlo» podría ilustrar su actitud: el trabajo de un matemático no
consistía en reflexionar constantemente sobre las bases tácitas e
incuestionables de los teoremas, sino en tratar de demostrarlos.
Sin embargo, la pasión de su joven visitante despertó la
curiosidad de Petros.
—¿Qué ha demostrado ese joven señor Gödel que es tan
importante para los teóricos de números?
—Ha resuelto el «problema de la completítud».
Petros sonrió. El «problema de la completitud» no era otra
cosa que la búsqueda de una demostración formal del hecho de que todas las
proposiciones verdaderas son demostrables.
—Muy bien -dijo Petros con amabilidad-. Sin embargo, tengo
que decirle, sin menospreciar al señor Gödel, desde luego, que para el
investigador activo la completitud de las matemáticas siempre ha sido evidente.
A pesar de ello, es agradable saber que por fin alguien se ha sentado y lo ha
demostrado.
Turing sacudía la cabeza con vehemencia, la cara encendida de
entusiasmo.
—Ésa es la cuestión, profesor Papachristos. ¡Gödel no lo ha
demostrado!
Petros se mostró intrigado.
—No entiendo, señor Turing… Acaba de decir que ese joven ha
resuelto el problema de la completitud, ¿no?
—Sí, profesor, pero contrariamente a las expectativas de
todos, incluidos Hilbert y Russell, lo ha resuelto en términos negativos. ¡Ha
demostrado que la aritmética y todas las teorías matemáticas no son completas!
Petros no estaba lo bastante familiarizado con los conceptos
de la lógica formal para comprender el auténtico significado de esas palabras.
—¿Qué dice?
Turing se arrodilló junto al sillón y señaló con entusiasmo
los símbolos arcanos del artículo de Gödel.
—Mire, este genio ha demostrado, y de manera concluyente,
que con independencia de los axiomas que se acepten, una teoría de números
necesita, forzosamente, contener proposiciones que no pueden demostrarse.
—Se refiere a las proposiciones falsas, naturalmente.
—No, me refiero a las proposiciones verdaderas; verdaderas
pero indemostrables.
Petros dio un respingo.
—¡No es posible!
—Sí lo es, y la prueba está aquí, en estas quince páginas.
¡La verdad no siempre es demostrable!
Mi tío sintió un súbito mareo.
—Pero… no puede ser… -Pasó rápidamente las páginas, tratando
de absorber en un momento, si era posible, el intrincado argumento del
artículo, mientras murmuraba, ajeno por completo a la presencia del
estudiante-: Es un escándalo… No es normal… Es una aberración…
Turing sonreía con orgullo.
—Así es como reaccionan todos los matemáticos al principio…
Pero Russell y Whitehead han declarado, tras examinar la demostración de Gödel,
que es irreprochable. De hecho, el término que han empleado es «sublime».
—¿Sublime? Pero lo que prueba, si es que en realidad lo
prueba, lo cual me niego a creer, es el fin de las matemáticas.
Durante horas Petros examinó el breve pero denso texto.
Tradujo mientras Turing le explicaba los conceptos subyacentes de lógica formal
que aquél desconocía. Cuando hubieron terminado, lo leyeron de nuevo desde el
principio, repasando la prueba paso por paso, mientras Petros trataba
desesperadamente de encontrar algún fallo en el proceso deductivo.
Ése fue el principio del fin.
Turing se marchó pasada la medianoche. Petros no pudo dormir
y lo primero que hizo a la mañana siguiente fue ir a ver a Littlewood. Para su
sorpresa, éste ya estaba al corriente del teorema de la incompletitud de Gödel.
—¿Cómo es que no me lo ha mencionado antes? -preguntó
Petros-. ¿Cómo es posible que se quedara tan tranquilo conociendo la existencia
de semejante cosa?
Littlewood se mostró sorprendido.
—¿Por qué está tan nervioso, amigo? Gödel investiga algunos
casos muy especiales, estudia paradojas en apariencia inherentes a todos los
sistemas axiomáticos. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros, los matemáticos que
estamos en la línea de combate?
Pero no era tan fácil tranquilizar a Petros.
—¿Es que no se da cuenta, Littlewood? A partir de ahora
tendremos que preguntarnos si el teorema de la incompletitud puede aplicarse a
cada proposición no demostrada… ¡Toda hipótesis o conjetura importante puede
ser indemostrable a priori! Las palabras de Hilbert de que en matemáticas no
hay ignorabimus ya no tienen sentido. ¡Han sacudido el propio suelo que
pisamos!
Littlewood se encogió de hombros.
—No veo que haya que preocuparse tanto por unas pocas
verdades indemostrables cuando hay centenares de millones demostrables.
—Sí, pero ¿cómo distinguiremos unas de otras?
Aunque la reacción serena de Littlewood debería haberle
resultado reconfortante, una agradable nota de optimismo después de la
catástrofe de la noche anterior, Petros no halló una respuesta clara a la única
pavorosa, aterradora duda que lo había asaltado al enterarse del resultado de
Gödel.
La pregunta era tan terrible que no se atrevía a formularla:
¿y si el teorema de la incompletitud podía aplicarse a su problema?, ¿y si la
conjetura de Goldbach era indemostrable?
Tras dejar a Littlewood fue directamente a ver a Alan
Turing, a su facultad, y le preguntó si había investigaciones sobre el teorema
de la incompletitud posteriores a la monografía original de Gödel. Turing no lo
sabía. Por lo visto, sólo existía una persona en el mundo capaz de responder a
esa pregunta.
Petros dejó una nota a Hardy y a Littlewood en la que les decía
que debía atender un problema urgente en Múnich, y esa misma tarde cruzó el
canal de la Mancha. Al día siguiente estaba en Viena, y allí localizó al hombre
que buscaba a través de un académico conocido de ambos. Hablaron por teléfono,
y puesto que Petros no quería que lo vieran en la universidad, concertaron una
cita en la cafetería del hotel Sachen.
Kurt Gödel, un joven de estatura media con pequeños ojos de
miope detrás de unas gruesas gafas, llegó puntualmente.
Petros no perdió el tiempo en preámbulos.
—Necesito hacerle una pregunta estrictamente confidencial,
Herr Gödel. Gödel, por naturaleza tímido en situaciones sociales, se sintió más
incómodo que de costumbre.
—¿Es un asunto personal, Herr profesor?
—Es profesional, pero está vinculado con mi investigación
personal y le agradecería, de hecho le rogaría, que permaneciera entre usted y
yo. Por favor, acláreme una cosa, Herr Gödel: ¿hay algún procedimiento para
determinar si su teorema es aplicable a una hipótesis determinada?
Gödel le dio la respuesta que temía:
—No.
—¿Significa eso que es imposible determinar a priori qué
proposiciones son demostrables y cuáles no lo son?
—Que yo sepa, profesor, toda proposición no demostrada
puede, en principio, ser indemostrable.
Petros se enfureció. Sintió el impulso irresistible de
agarrar al padre del teorema de la incompletitud por el pescuezo y golpearle la
cabeza contra la brillante superficie de la mesa. Sin embargo se contuvo, se
inclinó hacia adelante y lo tomó con fuerza del brazo.
—He consagrado mi vida a demostrar la conjetura de Goldbach
-dijo en voz baja y apasionada-, ¿y ahora me dice que podría ser indemostrable?
La tez de por sí pálida de Gödel perdió todo vestigio de
color.
—En teoría, sí…
—¡Condenada teoría, hombre! -El grito de Petros hizo que
varios distinguidos clientes de la cafetería del hotel Sacher volvieran la
cabeza-. Necesito estar seguro, ¿entiende? ¡Tengo derecho a saber si estoy
desperdiciando mi vida!
Le apretaba el brazo con tanta fuerza que Gödel hizo una
mueca de dolor. De repente Petros se avergonzó de su conducta. Al fin y al
cabo, el pobre hombre no era personalmente responsable de la incompletitud de
las matemáticas, ¡lo único que había hecho era descubrirla! Lo soltó y murmuró
una disculpa. Gödel estaba temblando.
—Co… comprendo cómo se si… siente, profesor -tartamudeó-,
pero me temo que por el momento no hay ma… manera de responder a su pregunta.
La velada amenaza insinuada por el teorema de la
incompletitud de Gödel causó en Petros una ansiedad tal que poco a poco fue
oscureciendo todos los momentos de su vida hasta extinguir finalmente su
espíritu de lucha.
Por supuesto, eso no sucedió de un día para el otro. Petros
continuó con su investigación durante varios años, pero ya era otro hombre.
Desde aquel momento, cuando trabajaba, lo hacía con poco entusiasmo, y cuando
desesperaba, su desesperación era total; de hecho, tan insoportable que tomaba
la forma de la indiferencia, un sentimiento mucho más tolerable.
—Verás -me explicó el tío Petros-, desde el momento en que
oí hablar de él por primera vez, el teorema de la incompletitud destruyó la
certeza que me había animado a seguir adelante. Me dijo que había una
probabilidad real de que hubiera estado deambulando por un laberinto cuya
salida nunca encontraría, aunque dispusiese de quince vidas para buscarla, y
todo por una sencilla razón: ¡era posible que esa salida no existiera, que el
laberinto fuese una serie infinita de callejones sin salida! Ay, querido
sobrino, entonces empecé a pensar que había malgastado mi vida persiguiendo una
quimera.
Ilustró esa nueva situación empleando el mismo ejemplo que
me había dado antes. El hipotético individuo que pide ayuda a un amigo para
encontrar una llave que ha perdido en su casa podría (o no, pero no había forma
de demostrarlo) padecer amnesia. ¡Incluso era posible que la llave perdida
nunca hubiera existido!
La reconfortante convicción que había respaldado sus
esfuerzos durante dos décadas se había desvanecido en un instante, y las
frecuentes apariciones de los números pares intensificaban su ansiedad.
Regresaban prácticamente cada noche, llenando sus sueños de ominosos augurios.
Sus pesadillas se poblaron de imágenes nuevas, todas ellas variaciones del tema
del fracaso y la derrota. Altos muros se alzaba entre él y los números pares,
que se retiraban en hordas con la cabeza gacha, cada vez más distantes, como un
ejército derrotado y triste que se repliega en la oscuridad de inmensos
espacios vacíos… Pero de esas visiones, la peor, aquella que invariablemente lo
despertaba temblando y empapado en sudor, era la del 2100, las dos bellas
jóvenes pecosas de ojos oscuros. Ambas lo miraban en silencio, al borde de las
lágrimas; luego volvían lentamente la cabeza y, una y otra vez, la oscuridad
devoraba gradualmente sus facciones.
El significado del sueño estaba claro; no era necesario
recurrir a un clarividente o a un psicoanalista para descifrar su crudo
simbolismo: por desgracia, el teorema de la incompletitud era aplicable a su
problema. A priori, no había forma de demostrar la conjetura de Goldbach.
A su regreso a Múnich después de un año en Cambridge, Petros
reanudó la rutina que había establecido antes de marcharse: las clases, el
ajedrez y un mínimo de vida social; puesto que ya no tenía nada mejor que
hacer, empezó a aceptar alguna que otra invitación. Era la primera vez desde su
más temprana infancia que la obsesión por las verdades matemáticas no
desempeñaba el papel principal en su vida, y aunque continuó con su indagación
durante un tiempo, el antiguo fervor se había desvanecido. A partir de ese
momento investigó unas pocas horas al día, trabajando distraídamente con el
método geométrico. Todavía se levantaba antes del amanecer y se paseaba por el
estudio con cuidado de no pisar los paralelogramos de judías dispuestos en el
suelo (había colocado todos los muebles contra la pared para hacerles sitio).
Recogía unas pocas judías aquí y añadía algunas allí mientras murmuraba entre
dientes. El proceso continuaba durante un buen rato, pero tarde o temprano se
sentaba en su sillón, suspiraba y volvía a concentrar su atención en el tablero
de ajedrez.
Esta situación se prolongó durante dos o tres años, en los
que el tiempo dedicado a su errática «investigación» se fue reduciendo de
manera gradual hasta ser prácticamente nulo. Luego, a finales de 1936, Petros
recibió un telegrama de Alan Turing, que a la sazón estaba en la Universidad de
Princeton:
He demostrado la imposibilidad de demostrar la solubilidad
de un problema a priori. Stop.
Exactamente: Stop. Eso significaba que resultaba imposible
saber con antelación si una proposición matemática determinada era demostrable.
En efecto, si con el tiempo se probaba, lo era. Turing había conseguido
establecer que mientras una proposición permaneciese indemostrada, no existía
manera de prever si la verificación era imposible o simplemente difícil.
Para Petros, el corolario de esa demostración consistía en
que si tomaba la decisión de seguir buscando la prueba de la conjetura de
Goldbach, tendría que hacerlo por su cuenta y riesgo. Para continuar con su
investigación necesitaría grandes dosis de optimismo y espíritu de lucha. Sin
embargo (con la ayuda del tiempo, el cansancio, la mala suerte, Kurt Gödel y
ahora Alan Turing) había perdido estas dos cualidades.
Stop.
Pocos días después de recibir el telegrama de Turing (en su
diario señala la fecha del 7 de diciembre de 1936), Petros informó a su ama de
llaves de que ya no necesitaría las judías. La mujer las barrió, las lavó bien
y las convirtió en un suculento guiso para la cena del profesor.
El tío Petros permaneció callado durante un rato, mirándose
las manos con amargura. Más allá del pequeño círculo de pálida luz amarilla que
nos rodeaba, proyectado por una única bombilla, la oscuridad era absoluta.
—¿Fue entonces cuando te diste por vencido? -pregunté en voz
baja. Petros asintió.
—Sí.
—¿Y nunca volviste a trabajar en la conjetura de Goldbach?
—Nunca.
—¿Y qué fue de tu «amada Isolda»?
Mi pregunta pareció sobresaltarlo.
—¿Isolda? ¿Por qué preguntas por ella?
—Pensaba que habías decidido probar la conjetura para
conquistarla, ¿no fue así?
Mi tío esbozó una sonrisa triste.
—Isolda me regaló un «hermoso viaje», como dice nuestro
poeta. Sin ella «nunca habría emprendido la marcha». Sin embargo, sólo fue el
estímulo inicial. Pocos años después de empezar a trabajar en la conjetura, su
recuerdo se desvaneció y ella se convirtió en un fantasma, en una evocación
agridulce… Mis aspiraciones adquirieron un cariz más elevado, más sublime.
-Suspiró-. ¡Pobre Isolda! Murió durante el bombardeo de los aliados a Dresde,
junto con sus dos hijas. Su marido, el «gallardo teniente» por quien me había
abandonado, había muerto antes en el frente.
La última parte de la historia de mi tío no tenía mayor
interés matemático.
En los años siguientes, la fuerza determinante de su vida
fue la historia, en lugar de las matemáticas. Los acontecimientos mundiales
rompieron la barrera protectora que hasta el momento lo había mantenido a salvo
en la torre de marfil de sus investigaciones. En 1938 la Gestapo arrestó a su
ama de llaves y la envió a un «campo de trabajo», como les llamaban todavía.
Petros no contrató a nadie para que ocupara su lugar, ya que creía,
ingenuamente, que regresaría pronto, dado que su arresto se debía a algún
«malentendido». (Después de la guerra supo por un pariente de la mujer que ésta
había muerto en 1943 en Dachau, a corta distancia de Múnich.) Empezó a comer
fuera y sólo regresaba a casa para dormir. Cuando no tenía clases en la
universidad, estaba en el club de ajedrez, jugando, mirando o analizando
partidas.
En 1939 el rector de la facultad de Matemáticas, a la sazón
un distinguido miembro del partido nazi, ordenó a Petros que solicitara de
inmediato la ciudadanía alemana y se convirtiera oficialmente en miembro del
Tercer Reich. Mi tío se negó, aunque no por una razón de principios (se las
ingenió para pasar por la vida libre de cargas ideológicas), sino porque lo
último que deseaba era volver a trabajar con ecuaciones diferenciales. Por lo
visto, el ministro de Defensa había sugerido que solicitara la nacionalidad
precisamente con ese objetivo en mente. Tras su negativa, Petros se convirtió
en persona non grata. En septiembre de 1940, poco antes de que la declaración
de guerra de Italia a Grecia lo convirtiera en un extranjero enemigo
susceptible de ser confinado en un campo de concentración, lo despidieron de su
puesto. Después de una advertencia amistosa, se marchó de Alemania.
Teniendo en cuenta que, según los severos criterios
académicos con respecto a la publicación de trabajos, Petros había permanecido
matemáticamente inactivo durante más de veinte años, era imposible que
encontrara un empleo en el mundo universitario, de modo que se vio obligado a
regresar a su país natal. Durante los primeros años de ocupación de las naciones
del Eje, vivió en la casa familiar en el centro de Atenas, en la avenida Reina
Sofía, con su padre, que había enviudado poco antes, y su recientemente casado
hermano Anargyros (mis padres se habían mudado a su propia casa), y dedicó casi
todo su tiempo al ajedrez. Sin embargo, pronto los gritos y las travesuras de
mis pequeños primos se convirtieron en una molestia mucho más insoportable para
él que los ocupantes fascistas y nazis, por lo que se mudó a la pequeña y casi
abandonada casa familiar de Ekali.
Después de la liberación, mi abuelo echó mano de todas sus
influencias para conseguir que a Petros le ofrecieran la cátedra de análisis en
la Universidad de Atenas. Sin embargo, él la rechazó con la falsa excusa de que
«interferiría en su investigación». (En este caso, la teoría de mi amigo Sammy
de que mi tío usaba la conjetura de Goldbach como pretexto para permanecer
inactivo resultó ser cierta.) Dos años después murió el patriarca de los
Papachristos, que legó a sus tres hijos partes iguales del negocio y los
principales puestos ejecutivos sólo a mi padre y a Anargyros. «Mi primogénito,
Petros -dejó expresamente escrito en su testamento-, conservará el privilegio
de continuar con su importante investigación matemática»; vale decir, el
privilegio de que sus hermanos lo mantuvieran.
—¿Y después? -pregunté, todavía con la esperanza de que me
reservara una sorpresa, de que las tornas se volvieran inesperadamente en la
última página de su historia.
—Después, nada -concluyó mi tío-. Durante casi veinte años
mi vida ha sido lo que ves: ajedrez y jardinería, jardinería y ajedrez. Ah, una
vez al mes visito la institución filantrópica fundada por tu abuelo para ayudar
con la contabilidad. Lo hago para salvar mi alma, por si existe el más allá.
Ya era medianoche y yo estaba agotado. Sin embargo, pensé
que debería concluir la velada con una nota positiva, así que después de
bostezar y desperezarme, dije:
—Eres admirable, tío… Aunque sólo sea por el valor y la
dignidad con que encajaste el fracaso.
Mis palabras, sin embargo, produjeron una reacción de
absoluta sorpresa.
—¿De qué hablas? -preguntó-. ¡Yo no fracasé!
Ahora el sorprendido era yo.
—¿No?
—¡Claro que no, querido muchacho! -Sacudió la cabeza-. Veo
que no has entendido nada. No fracasé. ¡Sencillamente, tuve mala suerte!
—¿Mala suerte? ¿Porque escogiste un problema demasiado
difícil?
—No -respondió, estupefacto ante mi incapacidad para
comprender lo evidente-. Tuve la mala suerte, y dicho sea de paso es una
expresión demasiado suave para describirlo, de haber elegido un problema que no
tenía solución. ¿No me has escuchado? -Exhaló un profundo suspiro-. Finalmente
mis sospechas se confirmaron: ¡la conjetura de Goldbach es indemostrable!
—¿Cómo puedes estar tan seguro? -pregunté.
—Intuición -respondió encogiéndose de hombros-. Es la única
herramienta que le queda al matemático en ausencia de una prueba. No hay otra
explicación posible para una verdad tan esencial, tan sencilla de enunciar y a
la vez tan inconcebiblemente resistente a cualquier clase de razonamiento
sistemático. Sin darme cuenta, escogí una tarea como la de Sísifo.
Fruncí el entrecejo.
—No estoy seguro -dije-, pero en mi opinión…
El tío Petros me interrumpió con una risita.
—Puede que seas un muchacho brillante -dijo-, pero desde el
punto de vista matemático no eres más que un niño de pecho, mientras que yo, en
mis tiempos, era un auténtico gigante. Por lo tanto, no compares tu intuición
con la mía, sobrino favorito.
Naturalmente, fui incapaz de rebatir esas palabras.
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